Catalina de Ricci

Semblanza biográfica de Santa Catalina de Ricci

Queridos hermanos y hermanas:

Santa Catalina de Ricci una de las grandes místicas del catolicismo, que me parece de suma utilidad, para las religiosas, los religiosos, y los laicos. Tanto para superiores, cuanto para súbditos, para los más jóvenes y para los más grandes. En los casos que conozco de falta de perseverancia en la vocación, salvo alguna excepción, la causa principal es la ignorancia práctica de los principios elementales de la vida espiritual, expuestos magníficamente por esta Santa. De más está decir que ya ha penetrado profundamente su persona en mi corazón. A ella los encomiendo, como lo hice cuando recé, por todos y todas, ante sus restos mortales.

Cronología de su vida

1522 23 de abril: nace en Florencia de la noble familia Ricci, y re­cibe el nombre de Alessandra Lucrezia Romola (Sandrina); a los cuatro años perdió a su madre, Catalina di Rodolfo de Panzano.

Cuando tiene la edad conveniente es enviada a un colegio diri­gido por religiosas benedictinas, para que pudiese recibir una formación cristiana.

1535 Pese a la oposición de sus familiares, entra a los trece años en el monasterio de San Vicente de Prato, fundado y dirigido por discípulos de Savonarola; allí recibe el hábito el 18 de mayo y hace los votos en junio de 1536.

1539 Se enferma gravemente y después de dos años es curada mila­grosamente por Savonarola.

1542 Se suceden dones místicos extraordinarios: desde los primeros días de febrero, tendrá éxtasis semanales, en los cuales revive en su cuerpo los dolores de la Pasión. Éstos cesarán en 1554. 1547 Es elegida subpriora y, de ahora en adelante, hasta el fin de su vida, será de manera alternada, o priora (siete veces) o subpriora del monasterio.

1558 Pone la primera piedra para la nueva iglesia y, partiendo de un pequeño grupo de galpones, inicia la reestructuración y ampliación del monasterio, que llega a ser capaz de acoger a más de trescientas religiosas.

1566 Es obligada a aceptar la clausura en la ejecución de los de­cretos del Concilio de Trento; no obstante, esto no le impide intervenir a favor de centenares de señoritas y de ampliar cada vez más su trabajo de consejera espiritual para laicos y ecle­siásticos y de relacionarse con los santos más famosos de su tiempo (Carlos Borromeo, Felipe Neri, María Magdalena de Pazzi).

1590 Muere santamente el 2 de febrero.

1732 Es beatificada por Clemente XII.

1746 Es proclamada “santa” por Benedicto XIV.

Dimensión interior[1]

  1. El amor

Decir que la caridad es el alma, el corazón, la raíz y la perfección de la vida cristiana, que el crecimiento interior está señalado por el continuo progreso de esta virtud, que toda la vida apostólica encuentra su fuerza y fecundidad en ella, que todo el proceso místico no es otra cosa que un proceso de unión de la criatura con su Creador siempre y únicamente por medio de la caridad, es algo tan obvio que incluso repetirlo parece banal.

Sin embargo, ningún santo es igual a otro; cada uno tiene su pro­pio camino para llegar a la santidad, porque el amor de Dios por sus criaturas no se expresa en un plano abstracto y universal: Dios nos ama a cada uno de nosotros con un amor personal y, en un designio particular, traza a cada uno un camino diverso. De aquí que ningún santo sea idéntico a otro, como ningún santo tiene un rostro igual a otro. Ahora bien, ¿cuál es el rostro de santa Catalina de Ricci diseña­do por Dios en su Divina Providencia?

Ante todo debemos desalojar de nosotros una falsa esperanza: Catalina, de profesión, no era teóloga, no era una mujer de estu­dios y, por tanto, no elaboraba teorías ni tampoco tratados de vida espiritual. Su pensamiento nos llega especialmente gracias a sus cartas, que son siempre escritos ocasionales, nacidos de situacio­nes o sucesos particulares. Se trata, por lo general, de misivas que adquieren su valor en un contexto de praxis, de vida vivida, de consejos y sugerencias concretas, muchas veces reducidos a máxi­mas y a afirmaciones esenciales. Sin embargo, su concisión no debe engañarnos, porque en estas cartas ella sintetiza su misma vida y son, en cierta manera, como fisuras que nos permiten entrar en el interior de su alma.

Comencemos con una de estas afirmaciones. Ella decía a menudo: «Dios es celoso de nuestras almas, por lo cual no quiere que ningún otro, fuera de Él, sea amado por nosotros». Antes de aplicar esto a un alma singular, deberíamos notar que toda la historia del pueblo de Israel se juega en esta doble relación de amor-celo: habiéndonos Dios amado antes de que viniésemos a la existencia, aún más, desde toda la eternidad, nuestra misma existencia es sólo el fruto de su amor eterno e infinito, con todo lo que en el tiempo esto conlleva. No puede ser de otro modo. El lenguaje de Catalina es evidente: es el lenguaje esponsal que de dos corazones y de dos almas hace un solo corazón y una sola alma. Es el amor de esposa de Cristo: «¿Cómo quieren que yo pueda darles mi amor -dirá la santa hablando a sus religiosas en nombre de Cristo- si ellas no están dispuestas a recibirlo? ¿Cómo quieren que yo llene sus corazones de mi amor si primero no vacían los suyos de su amor propio y de todas las demás cosas con que los tienen llenos y no permiten que yo pueda entrar?». Dios no se conten­ta con un escondrijo, con un pedazo estrecho del alma; no desciende a componendas, no se queda a mitad de camino: de lo contrario no sería Dios. Amor propio y afectos terrenos hacen que Él «no pueda entrar». Sin un total despojo, la unión amorosa con Dios no puede ser vivida. Sin una plena unión esponsalicia del alma con Cristo es imposible vivir la plena unión con Dios.

El primer gesto a realizar es «despegarse», o sea, librarse poco a poco «de todo afecto desordenado a las criaturas». Empieza de esta manera el trabajo con profundidad, con el dejar todo apego a lo terreno, o más en general, luchar contra nuestro amor proprio, contra el «yo» que domina nuestros pensamientos, deseos, acciones y que finalmente está escondido muchas veces en la raíz de nuestras intenciones. Es empezar a «combatir» para empezar a «vivir», nos dice Catalina, en un estado interior distinto, hecho de simplicidad y pureza de voluntad, buscando no querer otra cosa que aquello que Él quiere y como Él lo quiere: «Puro es aquel que no mezcla su corazón con otra cosa que con Él, que es purísimo».

El vaciarse no es un fin en sí mismo. Es el momento que podría­mos llamar negativo o, mejor, la condición preliminar en la tarea de «hacerse pura para Él (que es) purísimo», es sólo el comienzo o punto de partida de la vida interior bajo la acción de la gracia, que consiste en «el deseo de agradar solo a Dios», en llegar a ser cada día siempre «deseosa de padecer y de estar toda conformada a su voluntad».

Y éste es el sello más auténtico del verdadero amor, probado -como el oro- en el crisol del sufrimiento. El alma se purifica va­ciándose de todo amor propio, y así se dispone a la unión más plena, a la fusión total con la voluntad de Dios. Sólo así Dios concluye su triunfo en el alma que ha amado antes de que existiese, y realiza su reino en el corazón de la creatura. De este modo se realiza en el tiempo el «designio» querido por Dios desde toda la eternidad. En esto se encuentra la verdadera «sabiduría».

«No serán sus religiosas verdaderamente sabias -comenta Santa Catalina- si no quieren enloquecer por su amor. No preocuparse de sabiduría humana, sino solo de complacer a Dios: si quieren ser sabias con la verdadera sabiduría, voluntariamente piérdanse a sí mismas, mortificando sus apetitos y sus quereres para vivir con su dulce y prudente Esposo, que se hizo loco delante de los hombres para otorgarnos a nosotros la verdadera sabiduría». Ciertamente, es locura «para el hombre animal que no percibe aquello que perte­nece al espíritu», el renunciar a los bienes y alegrías de este mundo, tangibles y atrayentes, para seguir algo que no se ve. Sin embargo, el amor hace descubrir a Catalina un «Esposo loco»; y por Él ella está dispuesta a enloquecer.

¿La conclusión? «Mis hijas queridas -escribe así a sus religio­sas en una carta del 11 de noviembre del 1554- ofreceos totalmente a Jesús alegremente, como Él se ha dado voluntariamente todo a vosotras… Alegremente seguid a vuestro Esposo por el camino de la santa religión. Y no os turbéis si os encontráis con que no sois lo que debierais ser, sino humildemente pedid perdón a Jesús, con el firme propósito de corregiros. Y con gran fe y esperanza recurrid a Él, porque Él es vuestro Padre, vuestro Esposo y -por decir así- se consume por daros gracias deseando les sean pedidas. Con grande confianza id a Él y no dudéis».

Sin embargo, ella no se pierde en las abstracciones de una tal «locura de amor», que muy poco concede a lo exterior; su verdadera dimensión se encuentra en la «pureza» interior. En concreto, se trata la mayoría de las veces de hacer las mismas acciones de otro tiempo, pero con el corazón puesto totalmente en Dios, preguntándose de frente a todo gesto, palabra u obra «qué edificación da a la propia conciencia, qué enseñanza (deja) al prójimo, y qué honor da a Dios, al cual solamente se debe buscar complacer». Y aquí florece una de las palabras claves que nos muestran la tensión interior de santa Ca­talina: «el honor de Dios». Hacia éste tiende con todas las fuerzas, en el total olvido de sí misma, buscando de esta manera -bajo la moción de un amor totalizante- en todo y en todos, que su Divino Esposo sea temido, amado y glorificado.

No se debe pensar que la santa propone esto solamente a sus reli­giosas; aunque para ellas se adopta preferentemente -y no podría ser de otra manera-, el lenguaje esponsalicio de la santa no cambia su sustancia cuando se dirige a los laicos y a los casados: «En estos san­tísimos días -escribe a su hermano y a su cuñada en la Cuaresma del 1573- hago continuamente oración con el deseo de que seáis buenos y que os deis todos a Jesús, dándole gracias y amor por tanto amor que Él os ha mostrado a vosotros en su Pasión y muerte: y el amor que le debéis mostrar es la observancia de sus santos mandamien­tos y el buscar su honor en todas las cosas que debáis hacer». Ser «bueno» para Catalina es lo mismo que «darse totalmente a Jesús». Existe bondad en las criaturas o en nuestras acciones. Existe quien es naturalmente bueno, comprensivo y dulce: y esto no es poco decir; sin embargo, esto también lo podemos encontrar en alguien que no tiende a Dios, moviéndose solamente en un plano horizontal y terre­no. Para nuestra santa, «bueno» es aquel que ha puesto como centro de su vida a Jesús, como un «tesoro» al que se tiende con todas sus fuerzas para poseerlo.

Es preciso ante todo «darle gracias», porque todo es don suyo y no hay cosa que cierre más la mano de Dios que la ingratitud del co­razón; en segundo lugar, «devolver amor por tanto amor» que Él primeramente nos ha mostrado. «Y el amor que debéis mostrarle -con­cluye con su habitual practicidad- es la observancia de sus santos mandamientos» (o, como dirá de manera más personal en otros luga­res, la aceptación de «su voluntad») y de buscar su honor en todas las cosas que se deben hacer». Esto no es otra cosa que la explicitación del precepto del Señor: Quien me ama guardará mis palabras (Jn 14, 32) y esto de manera interna y externa, porque el amor encuentra su cumbre y forma más plena sólo cuando en todo «se busca su honor», poniéndolo en primer lugar, adelante y por encima de nuestro bien y de nuestro yo y de nuestros afectos, primero en absoluto entre todos nuestros deseos. La totalidad de este amor surge como respuesta al amor que «Él nos ha mostrado en su Pasión y muerte».

Con estas últimas palabras se toca el proprium, es decir, el alma de la espiritualidad de santa Catalina. La medida en que debe dar su amor la expresa en una oración que es como un propósito, compuesta como preparación para la fiesta de Pascua. Esta oración-propósito nos permite comprender su espíritu, sólo pensando en el modelo en el cual se inspira, Cristo Crucificado: «Me dirijo con todo el corazón y pido con toda mi mente y fuerzas, que yo ame a mi Creador y mi Recom­prador, y me sumerja toda en el fuego eterno, que es Dios, no con mi amor, sino con el divino amor con el que nos ha amado… Y muchas, muchas veces envío una saeta a mi querido Jesús, porque yo me siento consumir de deseos de amarlo y que cada uno lo ame cuanto pueda».

Si ella se empeña «en amarlo cuanto sea posible», es sólo para poderlo amar «como Él me ama a mí, vil criatura», es decir, hasta la muerte y muerte de cruz. El tema está siempre presente, aunque a veces sólo de fondo; sin embargo, es siempre dominante el lenguaje que se adapta de una manera sorprendente. Así lo demuestra la santa al utilizar gran variedad de imágenes. Veamos algunas:

«Me alegra mucho -así decía a Giovanni Michelozzi en 1571- de veros tan bien dispuesto y resignado en Dios y que lo leáis a Él como a un libro…». ¿De qué nos habla este libro, cuál es su contenido? El amor eterno de Dios, su misericordia infinita, su dulzura sin fin; en él todo ha estado impreso, clavado -para que ninguno pueda dudar- en el Crucifijo: sus cinco llagas son como cinco libros reunidos en uno solo, para revelar en Jesús los designios del Padre para nosotros; los pies, para mostrarnos el camino hecho para llegar hasta nosotros; los brazos abiertos para podernos acoger y abrazar; el corazón abierto y desgarrado para que pudiésemos refugiarnos en él como en una ca­verna. «Id a Él -prosigue Catalina- y allí os nutriréis y os saciaréis». Nutrirse y saciarse. Dos términos que hablan del lenguaje concreto del comer, simples variantes de una gama muy basta.

  • así, con un movimiento unificante de su espíritu, Catalina diri­ge todo al misterio de la Pasión, sea en la fiesta de un Santo como en la celebración litúrgica de la Encarnación o en el pasaje de la milagro­sa multiplicación de los panes. ¿Qué son esos cinco panes de que nos habla el Evangelio, sino las cinco llagas de nuestro Salvador? Estos deben ser «gustados y masticados», es decir, «meditados en nuestro corazón»; son capaces de saciar «nuestros cinco sentidos», los cuales «por la infinidad de nuestros apetitos terrenos son como los cinco mil hombres hambrientos. Junto con aquellas llagas, dulces y suaves, es necesario comer los dos peces, que son la divinidad y humanidad de Jesús». «Padre mío -así decía a Buonaccorso en el 1554- cuando nosotros entramos un poco en estas santas llagas que vemos en la humanidad de Jesús unidas a su divinidad, este pez se transforma en salvación para aquél que lo come». Descansar y saciarse, comer y gustar -y otras imágenes recordadas a Gondi en 1559- son «nuestra santa morada y único asunto»: nos deja «atónitos e inmóviles» por la profundidad del misterio en sí mismo y aleja de nosotros todo aquello que es «terreno y vano» y nos empuja a correr hacia «el abismo del amor de Dios».

«Entremos un poco en estas cinco llagas…». En ellas está ence­rrado un misterio de amor; en ellas está el inicio, y florece, el camino del amor para Catalina. Estas llagas, masticadas y gustadas, se trans­forman en alimento y vida, e imprimen en la santa la imagen viviente del Cristo que vive en ella y con ella. «Ésta es la causa -así prosigue la santa a su discípulo- que nos hace unirnos a Él y separarnos del mundo para sólo desear los bienes celestes; porque deseándolos y contemplándolos, se viene en esta vida a participar de la gloria de la vida eterna con nuestro intelecto, y nuestra voluntad se hace una con la de Dios, ya que de nada nos preocupamos sino de Él, consi­derado ser Él todo nuestro bien. Y feliz aquél que en su corazón no posee otro afecto y con sus obras no tiene otro afecto que para su Salvador».

«Fijar “mente y corazón” en este derramarse de la sangre de Jesús» es descubrir «tan altos misterios», es experimentar la prueba y el reflejo vivo «de la bondad, sabiduría y poder de nuestro Reden­tor», aunque «yo no soy capaz de entrar, ni es suficiente lengua o intelecto humano» para decirlo -es todo don de Dios-; «pero es tanta la benignidad y amor de Jesús hacia nosotras sus criaturas, que envía el rayo de su gracia e ilumina la mente». Cuando la criatura se dispone, entonces «aquellos secretos de Dios» quedan «estampados en la mente… según la gracia que nos concede el Señor, y entonces se nos “licúa” el corazón y se derrite por el amor divino».

Nace así la necesidad de separarse de todo, porque todo aparece como «una nada en la mente», y de «sentarse sobre el heno de los afectos terrenos»; paralelamente crece el deseo de ser «conforme a su querer», porque sólo en la búsqueda de su Voluntad la creatura puede mostrar a Dios que le ama declarándose toda suya y ofreciéndose totalmente a sí misma.

«Este ofrecimiento -aconseja Catalina- es necesario realizarlo a menudo, pero no cansando el cuerpo sino con un acto dulce y amoroso hacia Él, a su benigno Jesús que tanto ama a su creatura… Es necesario ofrecernos todos a Jesús con todo el corazón, así como Él todo se donó a nosotros en el leño de la santísima cruz… Ofre­cerle el alma, el corazón y el cuerpo con todas nuestras potencias, internas y externas, y luego nuestras posesiones, el estado de vida, la familia…». De este modo el camino está trazado. «Y éste es, hijo, el camino que se debe recorrer y con vehemencia lanzarnos en este mar inmenso…».

Aparece, de esta manera, otra imagen querida a Catalina. Entre los olivos del jardín del monasterio -que de modo casi natural la trans­portaban al drama consumado en el Huerto de los Olivos en la noche de la Pasión- vivió una de sus más tremendas experiencias místicas. De repente, la Cruz venerada en ese lugar toma vida, y la santa ve a Cristo agonizante: «La herida del pecho era grandísima y manaba de ella como un manantial de sangre – Vi después, alrededor de la cruz, como un lago de sangre». La impresión fue tan angustiante que Catalina permaneció diez días en cama; esta visión de la sangre le volvía continuamente a la mente, para transformarse en experiencia interior, para que siempre que hablase de la «infinita misericordia de Dios» y de su «bondad» tornara a aquel «manantial de sangre» que surge del corazón divino de Jesús y que, en cuanto tal, surge del corazón mismo de Dios, prenda de la vida divina y prueba concreta de la ternura infinita que se transforma en «lago, mar, océano» de misericordia. «Ahogada» en este «lago de misericordia» Catalina se transforma, se une íntimamente a Dios.

A las religiosas que le pedían que se acuerde de pedir por ellas a Jesús en el momento de la comunión, les respondía así: «No os pa­rezca extraño si en aquel momento, en aquel estado, yo sea apenas dueña de mí misma; es más, me parece ser transformada en el mismo Dios y esto en un modo tan insigne, tan raro, tan excelso, que no hay palabras suficientes para explicarlo. Es algo demasiado alto, dema­siado oscuro para lograr decirlo con palabras. De hecho, estoy de tal manera unida a Cristo, tan conjunta y estrechamente unida con Jesús, que cualquiera que Le sea recomendado, parece que también es puesto y recomendado a mí. No puedo, por lo tanto, explicar cómo suceda que yo os recomiende al Señor y que después Él conceda sus dones conmigo».

Puede, por lo tanto, nuestra santa, rezar «infinitamente», y ser y obrar «toda por Dios y en Dios», como escribía a Blanca Capello en abril de 1583. Hela aquí, ante un ramo de cerezo florido, fascinada del poder, sabiduría y bondad de su Esposo. De allí que toda la creación le hablara de Dios. Desde las criaturas Catalina se eleva al Creador. Así es como un día, mientras recogía unas violetas en el jardín, dice a sus religiosas: «¡Cómo me gustan estas violetas, porque significan la sangre de Jesús!» Y mientras apretaba una entre los dedos, entró en éxtasis, riendo, y permaneció en éxtasis por el espacio de dos horas…

Si el amor de Dios no se traduce en amor del prójimo -y esto tam­bién es tan obvio que parece superfluo decirlo- no se puede hablar de verdadero amor; también aquí el modo concreto con el cual se vive el amor al prójimo varía de santo a santo. ¿Cómo aparece este amor al prójimo en Catalina?

En este aspecto, tampoco tenemos tratados teóricos, incluso de frente a sus numerosísimas cartas -más de mil-, en las cuales casi la totalidad de los elementos espirituales parecen quedar velados, lo que ha llevado a alguno a decir que son «demasiado humanas». ¿Qué enseñanza de vida espiritual se puede encontrar? La verdad es que, yendo en búsqueda de bellos pensamientos, de elevaciones altísimas, de consideraciones profundas, se olvida que la santidad consiste en amor vivido concretamente. Y el prójimo necesita de pan, de casa, de vestido, de una palabra, de nuestro tiempo para confiarnos sus problemas y sus tormentos. Nuestra santa va a lo concreto, muchas de sus cartas buscan la solución a un problema humano concreto.

A ella se dirige la infeliz Juana de Austria, humillada por su espo­so que la traicionaba; va Bianca Cappello, desesperada porque no lo­gra tener un hijo; va Capponi, que no logra desposar a sus hijas; va un perseguido por un abuso, siendo el perseguidor un obispo, su propio obispo; va la joven necesitada de dote para casarse y se la consigue; va el padre desesperado por la muerte de su hijo. Tantas cartas en las cuales aparentemente sólo se trata de problemas humanos y te­rrenos. Sin embargo, detrás de esta miseria Catalina no ve otra cosa que la miseria del pecado y se ve a sí misma como canal por el cual la infinita misericordia de Dios consuela y sana las heridas. Sus cartas son la respuesta a una multitud de súplicas, de gritos de auxilio, de desesperada necesidad. Catalina escucha, aconseja, reza. De cuántos secretos, de cuántos tormentos llega a ser confidente, porque saben que ella, en su humanidad, les comprende, y en su santidad rezará por ellos: «no dejaré -dice ella- de golpear y de pedir», sola y con sus compañeras.

El tema de la oración es, entonces, el hilo conductor que unifica todas sus cartas y todas las relaciones que Catalina establece, aún en aquellas donde trata sólo de cosas del mundo. La oración se nos presenta como su respiración, como la esencia de su vida: éste es el verdadero ligamen que la santa establece entre cielo y tierra, su punto de encuentro entre lo vertical divino y lo horizontal humano.

Es necesario aquí notar algunos elementos. Si el amor a Dios en­contraba, podemos decir, una representación paralitúrgica que no es sólo simbólica (después de la procesión de un Jueves Santo, Catalina llamó en un cierto momento a la Madre Priora, «le puso una mano sobre la espalda y la otra sobre el cuello, la abrazó y besó tiernamen­te; después, en nombre de Jesús, le puso la mano en el corazón y la recostó sobre su pecho, y del mismo modo hizo con todas las otras hermanas»), también el amor al prójimo necesita del don del corazón. ¿Acaso es necesario amar a Dios con todo el corazón y al prójimo sólo con la cabeza? ¿Es acaso Dios tan pequeño y tan mezquino? ¿No enseñaba San Pablo que el pecado de los paganos era estar desamo­rados, sin corazón, es decir, sin afección (Ro 1,31; 2Tim 3,3), y no añade que la caridad debe ser sin fingimientos? No se trata de amar sentimentalmente, sino con todo el afecto. Y bien, el amor de Cata­lina por el prójimo es tal que siente verdadera compasión, sufriendo y padeciendo la miseria de los demás como cosa propia, como ella misma le dice a Capponni el 13 de marzo de 1587.

El segundo elemento que debemos notar en su vida y en sus cartas es la universalidad de su amor, no sólo porque no excluye a ninguno de su amor, sino porque busca eficazmente no excluir a ninguno de su corazón, sin salir jamás en su vida del monasterio. «Su caridad fue ardientísima» -escriben de ella las crónicas del monasterio-: «y por ella se expuso a muchas penas». Ella reza, llora, sufre y ofrece (pagando en su persona), por ladrones, príncipes, benefactores, re­ligiosas -el prójimo más inmediato en contactarla- y después sufre por la Iglesia, que en su tiempo vivía inmersa en la corrupción y que ella conocía por particular revelación de Nuestro Señor. Penetra aún, misteriosamente, en el purgatorio, y aún aquí, misteriosamente, acepta sustituir las penas para apresurar el momento de su alegría, en medio del estupor de las religiosas y el asombro de los médicos, que veían bullir su piel como si estuviese inmersa en el fuego.

Se trata, por lo tanto, de un amor sin confines, porque su raíz y su modelo es Dios: de Él nace y sobre Él se modela. Su amor nace del mismo corazón de Cristo y con él se confunde. A sus religiosas les aconsejaba «ordenar sus vidas a imagen de la de Jesús, como corresponde a toda persona verdaderamente prudente. Cuando ha­céis alguna obra, pensad con qué fin y con qué intención lo hacéis, que utilidad puede aportar a vuestras almas y qué edificación al prójimo…». El amor a Dios -ya lo hemos dicho- es locura para los hombres, verdadera estupidez.

Catalina medita largamente esto. Estupidez, dice Catalina, es el obrar humano que no se apoya en Dios, estupidez es confiar en la propia capacidad, en el propio ingenio, en la propia astucia, es como construir sobre arena. Estupidez es también obrar para ser visto y alabado por los hombres: hay frecuentemente «lobos rapaces» ves­tidos de «corderos». Estúpido es quien obra así, porque se engaña y engaña. Sólo Dios es fiel. Pero Dios no se para ni juzga en las aparien­cias: Él escrudiña en el corazón y en la mente del hombre y nada se le puede ocultar. ¿Quién es, entonces, el verdadero prudente? Aquel que todo lo hace en la presencia de Dios y en toda acción y en todo gesto repite: Dios me ve; prudente es aquel que no tiene una cosa en su boca y otra en su corazón, una en la mente y otra en las manos; prudente es aquel que tiene como objetivo de sus acciones la gloria de Dios: «todo a honor y gloria de Dios: a Él busca de agradar y, al mismo tiempo, de ser útil al prójimo».

Sin embargo, la enseñanza de Catalina no se queda en la teoría. Indica, además, el camino a seguir para obrar según la virtud, indica los medios para que nuestras acciones tengan rectitud de intención, para que sean «puras» delante de Dios y «útiles» para al prójimo. ¿Cuándo nuestras acciones son de esta manera? Cuando no se busca «la propia comodidad» sino «el bien de los demás», cuando se com­padece «la imperfección» del prójimo sin convertirse en juez sino excusándolo, se le avisa y se le corrigen sus defectos, cuando se busca no la propia, sino la «santa voluntad de Dios» en nuestras acciones, cuando «se goza con quien goza y se llora con quien llora», cuando se está dispuesto a «dar la vida» por el honor de Dios y la salvación del prójimo. Cuando salimos de estos límites creemos que se gana algo; pero, por el contrario, se pierde aquello poco que tenemos.

La raíz de tal amor no puede ser sino sobrenatural. Éste solo pue­de manar del amor de Dios. Si el amor a Jesús -contemplado sobre todo en la Pasión como momento supremo de su manifestación- la empujaba a llorar sus propios pecados, produciendo en ella profunda humildad y la más ardiente gratitud (cuanto «peor ella obró tanto más Jesús le hace caricias de amor»), de la misma Pasión nace otro sentimiento, que es la oración y la súplica por el prójimo.

Al ver la marea de los pecados que se eleva desde la humanidad -sobre todo de parte de las almas consagradas- «le estalla el cora­zón»: es dominada por un estremecimiento único que le desconcier­ta su persona y ni siquiera le permite hablar, y debe pedir a Jesús de «aquietarla» porque no puede más. Su amor por las almas brota directamente de su amor enloquecido por Dios. Sus palabras están inundadas y llenas de este amor, lo rebosan. He aquí por qué ilumi­nan, calientan, engendran confianza, dan esperanza; su misericordia se reviste de la misma inmensidad de la misericordia paterna de Dios: «todos los hombres alguna vez se equivocan» pero más grande que todas las culpas es «el mar de la sangre de Cristo», por causa de su amor, y ella se asocia y pide a Dios «un gran deseo de la salvación de las almas», empeñándose en su plegaria a ser «fervorosa y solíci­ta en rezar por su salvación, a fin de que la sangre de Cristo no sea derramada en vano».

El grito de Catalina es un grito de amor y, por esto, también de dolor. Ella no impreca, no maldice, sino suplica e implora «entrar de nuevo» en el propio corazón y «mirar de nuevo a su Creador», imprimiendo en la propia alma «su Pasión», causa generadora de amor. De este modo se encuentra de lleno la línea unitaria de la vida interior de santa Catalina.

La prueba más grande del amor por el prójimo es la corrección fraterna unida a la paciencia, que pone un sello a tal amor. Es ne­cesario ser heroico para corregir al propio superior; especialmente cuando éste es un obispo y el mayor benefactor: «Movida por el estímulo de la conciencia y del afecto… El celo por vuestra alma me empuja… (Estoy) en una grande aflicción… Hágame esta gracia: haga a mi modo, no proceda así…».

Pero la caridad hacia el prójimo es ejercicio cotidiano. «¿Cuantas veces algunos espíritus salvajes, como en las comunidades y en las multitudes suelen haber, abusaron de su paciencia y de su manse­dumbre? Y ella, que quería que todas fuesen salvadas y que ninguna de ellas se perdiese, disimulando su ignorancia, se dedicaba a rezar por su salvación y arrepentimiento». La ignorante, la mal educada, la incontentable, la indiscreta, la exigente, la corta de inteligencia… ¡qué gama de personalidades no ofrece una grandísima comunidad y aquellos que giran en torno a ella! La actitud de Catalina es «la pa­ciencia y la mansedumbre»; ve claramente los defectos, negligencias, indolencias, pero «disimula ignorancia de ellas… se dedica entera­mente a rezar». Si fue elegida siete veces priora del Monasterio fue justamente por esto: «amaba a todas las hermanas, pero odiaba sus negligencias y buscaba de enmendarlas… benigna en escuchar, oía con paciencia; compasiva con las miserias, pudiendo, las aliviaba».

Una última observación. Así como el amor de Dios es personal, porque su designio sobre cada creatura nace de un acto específico de su corazón, también el amor de los santos, si bien no excluye a ninguno y a todos abraza, asume características y matices diversos con respecto a cada uno. Tan solo un día de lejanía de su discípulo Salviati le parecían mil años: bastará a Catalina una visita de éste para curarse de todas las enfermedades; su cuñada llega a ser «su pequeña» (lit. «bambolina»), por la cual siente el deber de «hacer ex­cepciones» que podrían parecer como contrarias al voto de pobreza. «No quiero que (las cosas enviadas) sean vistas por los otros, para no ser tenida por parcial. ¡También con mi Cassandra y Vincenzo me es necesario serlo!»

No siempre se trata de cosas necesarias, pero sólo para hacerles la vida más bella, más digna, más cómoda. Inútil y superfluo es ejem­plificar. Se impone una conclusión. El amor de Dios no mortifica el amor humano: en la medida en que crece el primero, se dilata tam­bién el segundo y llega a ser capaz de matices y delicadezas terrenas simplemente maravillosas.

Si se viviese el amor a Dios en la misma medida en que se siente hablar, tal vez -y no parezca exageración- la tierra sería un paraíso. La verdad es que nada es tan raro como el amor puro y total a Dios, y la prueba está en que el número de los santos (aquellos que lo han vivido en manera heroica) no es tan numeroso. Es demasiado fácil hacer teorías sobre el amor de Dios, fijar los grados, indicar su na­turaleza en sus varios estadios, pero entre el decir y el hacer hay un medio… la voluntad. Quienes han vivido de una manera plena el amor de Dios en este mundo son los santos. Lamentablemente son pocos, pero afortunadamente estos pocos nos ayudan a conocer cómo debe ser este amor. Catalina es uno de ellos. Ama a Dios de una manera plena y sin reservas, buscando cumplir siempre la Divina Voluntad. El amor a Dios lo vive en serio. Podemos encontrar toda su santidad, el camino por ella recorrido, en esta simplísima fórmula y sentencia: «aquello que gusta a mi Señor quiero que sea mi gusto» (carta al obispo Gagliano, 15 de febrero de 1552), o, también, «si le agrada, me conceda tanta santidad que yo pueda cumplir mi oficio (de priora) para su honor; si no, en esto y en todas las demás cosas, se haga su Divina Voluntad siempre en mí» (a Giovanni de’ Servi, 20 de mayo de 1552). Lo que ella vive y experimenta se transforma en enseñanza para sus discípulos: «obrad de manera que vuestra voluntad esté uni­da a Jesús y jamás en ningún momento os apartéis y os sustraigáis de Él; es más: frecuentemente ofrecedle el don de vos misma y de vues­tra voluntad, ya que este don es grato al Señor» (a Dianora Berardi, 20 de marzo de 1584). Podemos decir que el epistolario completo de la santa dirigido a sus discípulos se centra en esta enseñanza: vivir la voluntad de Dios.

Veamos ahora brevemente en nuestra santa el desarrollo de las tres virtudes teologales que unen al alma directamente con su Crea­dor y que aumentan en la medida que aumenta en el alma la gracia de Dios.

  1. La voluntad de Dios

Ciertamente, es fácil (y esto lo sabemos por experiencia propia) vivir la fe en los momentos de consolación espiritual, cuando todo en la vida transcurre con paz y serenidad; pero es muy difícil en los mo­mentos de desolación, cuando todo parece andar mal, ver aún aquí la voluntad de Dios. Nuestra santa lo comprende perfectamente y vive plenamente aquella «santa indiferencia» propuesta por San Ignacio en aquellos años en sus Ejercicios. Así lo expresa a Capponi en enero de 1578: «salud y enfermedad, y todo nuestro operar» son queridos por Dios «para nuestra salvación».

«Es necesario estar siempre vigilantes -escribe a su discípulo Buonaccorsi en mayo de 1555- ya que a menudo somos tocados por el Señor, a fin de que no nos durmamos en estos lugares bajos y peligrosos. Seamos vigilantes, por lo tanto, y cuando nos sintamos golpeados, volvámonos a Él y estemos atentos a sus visitas, que todo es para nuestra salvación». He aquí la primera imagen. El Señor vela sobre nosotros y cuando se da cuenta de que nos estamos por dormir «en estos lugares bajos y peligrosos» -con el peligro de dejarnos caer y dominar por los bienes, los afectos y los intereses terrenos u otros, y olvidar de esta manera las cosas del Cielo- nos despierta con su «toque», que es un gesto ligero y delicado; pero si esto no basta, «ya que a menudo seremos vencidos y superados por la contrariedad del sentido», entonces recarga la dosis y vuelve a «golpearnos», con lo que nos recuerda que «nuestra morada no está aquí. Cosa que da para pensar -prosigue Catalina en su car­ta- pero no para pasmarse, al contrario, para animarse y esperar reunir muchos manojos», o sea, frutos para el cielo. El Todo no nos llega sin dolor. Mas la fe nos dice que estas visitas son «para nues­tra salud»: aun cuando el corazón sangre, no perdáis la alegría del espíritu, «ya que todo procede de Aquél por quien todas las cosas son bien hechas: por lo tanto, estoy contenta y tranquila de todo cuanto le place, y agradezco su Bondad».

La fe nos dice que toda prueba o golpe que viene del Señor es para nuestro bien. De esta manera, el supuesto mal se transforma en un inmenso bien; por eso no se trata sólo de sufrir con paciencia, sino de cooperar activamente con el Señor participando de su Pasión. Y aquí encontramos en nuestra santa la imagen del dolor como un «talento con el cual debemos negociar».

«He entendido -así dice a Capponi el 30 de junio de 1589- cuánto tendrá que sufrir, que me lamento. También considero que nuestro Rey da a todos sus siervos talentos -sean dos o cinco-para negociar con ellos. Alégrese, pues, y con buena paciencia utilice estos talentos». El orfebre golpea el oro con el martillo para hacerlo más puro; el que fabrica cántaros, para hacer sólidos sus cántaros los mete en la llama; el artesano usa la lima para afinar y hacer brillar los metales. He aquí por qué en Catalina la prueba se transforma en talento utilizado y fructificado. Está en nosotros –dice la santa- «no sólo duplicar los talentos sino triplicarlos» con una aceptación generosa, no de Cirineo obligado a portar la cruz, sino de alma enamorada.

En la raíz del sufrimiento, en efecto, no se encuentra Dios irritado o vengativo -raramente aparece así como última razón en casos extremos- sino un don de su amor. Toda lógica humana aquí queda confundida, como ocurre con el misterio de la cruz.

A la imagen del talento que se debe invertir -en la que Catalina se nos presenta como auténtica hija de florentinos y mercaderes-, se debe unir la imagen de la mujer fuerte. «Yo me consumo y le pido a Jesús con todo el corazón -así escribe Catalina a Salviati el 18 de junio de 1561- … Quisiera que aceptase esta visita del Señor, que ha venido a golpear a la puerta de su casa: quisiera, digo, que cuando Él quiera entrar dentro, lo encontrase preparado, porque sabemos ordinariamente que cuando uno golpea es signo de que quiere entrar. Alegrémonos, padre mío, de haber tomado a Jesús como nuestro maestro y capitán». Toda prueba es una «visita del Señor» que golpea porque quiere entrar, es un momento particular de la gracia -son las gracias actuales. Cristo no quiere entrar con violencia, golpea la puerta de nuestras almas y espera ser invitado a pasar. «Se ha de subir -escribe a Dianora Berardi en julio de 1586- un monte alto y fatigoso»; la fatiga de la escalada es «grande», y el alma es «afligida, cargada con trabajos y angustiada»; pero la cima vista es «bella, deseable y suave». Escalada, batalla, fatiga, trabajo. Imágenes de empeño y lucha, palabras que nos remontan a la subida del Monte Carmelo de San Juan de la Cruz. Aceptar con la inteligencia en todo esto a Jesús como «maestro» y ponerse a sus órdenes con la voluntad, significa para Catalina escoger la «vía de la simplicidad». El que la corre, llega a ser un «gran mercader» para la vida eterna, pero aquellos que la rehúyen, «cuán frecuentemente fracasan… y caen en el abismo del eterno fracaso».

¿No son también amados por Dios? Ciertamente son «amados»; Él continúa «golpeando», pidiendo que le abran el corazón, para se­guirlo. Así se cumple «su misericordia y su justicia». Si nuestro Se­ñor golpea, y a veces duramente, es porque busca el bien eterno de las almas. Catalina lo sabía perfectamente. En esta visión particular se llega entonces a comprender por qué Santa Catalina, cuando veía a las almas, -especialmente las de sus religiosas- esquivar la cruz, rezaba así a Jesús: «si no quieren padecer por amor, hazlas padecer por la fuerza». Catalina entendía perfectamente que a la salvación se llega por la cruz.

Todo el discurso vale, naturalmente, en el plano de la fe. No sólo «nuestros sentidos» o «la parte sensitiva» se rebela, y esto es normal ya que «hace su parte», sino que la misma razón se pierde delante de ciertas pruebas. La mayoría de las veces, el alma ve en esto un castigo y no una bendición. Es inútil discutir e indagar. La fe no nos dice el cómo y el por qué, sino «que todo procede de Él. No conocemos sus secretos; por eso con sincera fe y humildad debemos abajarnos a recibir aquello que le place sin querer interpretar aquello que está reservado a Él» (escribía a Capponi en julio de 1589).

Podemos decir que el primer momento es buscar ver el designio general de Dios, ayudados por la fe; pero a este primer momento debe seguir un segundo para no perdernos: el de la esperanza. Como dice Job (13,15): Aunque me quitase la vida, esperaré en Él… La acepta­ción de aquel designio puede transformarse en adhesión sólo si es­peramos en la ayuda de lo alto. ¿Qué cosa podríamos nosotros hacer solos si Él no nos guía, no nos sostiene, no nos corrige? Ni siquiera decir «Abba», nos dice la Escritura. Si cada día experimentamos nuestra fragilidad, inconstancia, miseria, ésta se acrecienta desme­didamente en el momento de la prueba, que es siempre el momento de la oscuridad. La respuesta de Catalina es: Dios «no niega jamás a nadie su ayuda».

«Serenísima señora mía, queridísima en Cristo Jesús-escribía la santa a la gran duquesa Giovanna en junio de 1573- cuando yo me encontraba sin pan y aceite para mis religiosas, o buscando com­prarlos no encontraba quien pudiese darme el dinero, la bondad de Dios…» no ha faltado jamás.

Para Catalina era una experiencia cotidiana, y es por eso que po­día escribir a Giovambattista de Servi en junio de 1549: «Os exhorto a daros todo al Señor y a entrar en esto con toda confianza, pensando que Él os ama más allá de lo que podéis pensar… sea que quiera aún la tribulación. Pero es necesario poner toda la confianza en Jesús… El Señor es tan bueno que no permite ninguna tribulación por enci­ma de nuestras fuerzas; aun más, nos ofrece siempre su ayuda y su gracia. Ofreceos todo a Él y Él estará siempre con vosotros, en todo tiempo os ayudará y consolará en todas vuestras angustias».

La aceptación y el ofrecimiento crean la unión: tú con Él y Él contigo, con su ayuda y su consolación podrás aceptar toda prueba. Sobre todo las interiores, en las cuales se siente más la debilidad.

«Es necesario ser fieles como David -escribía en 1562 a su discípulo Salviati, que se encontraba inmerso en dudas y angustias- y creer que Él, que es la suma Bondad, se negaría a sí mismo si no escuchara al pecador cuando éste va a Él con todo el corazón… Mientras estamos en esta miserable cárcel, nuestra naturaleza obra como el árbol, que siempre tiene necesidad de ser podado: así no­sotros tenemos siempre necesidad de sacar la superficialidad, que son los pecados y defectos. Somos también como un trapo: tenemos siempre necesidad de ser lavados. Seamos, hijo mío, como el árbol que se deja podar o como el trapo que se deja lavar muy bien, su­mergiéndonos en aquel mar santo que nos purifique, nos apriete y nos prense con aquella inmensa gracia del dulce Salvador. Y después no dudemos».

Aun aquí, justamente porque en la base de la exhortación se en­cuentra una profunda experiencia personal, el lenguaje de Catalina se manifiesta novedoso, variado, respondiendo a todas las circuns­tancias y categorías de personas. He aquí, por ejemplo, una de sus concisas fórmulas en una carta dirigida a Servi en el 1548: «decidle que él es de Jesús y no de sí mismo y, por lo tanto, es necesario que se contente con este modo en el que a Él le place poseerlo… si está en la tribulación, el Señor está con él». Y al mismo destinatario, cuatro años después: «confiemos en su bondad y con alegría vayamos hacia Él, porque Él tanto ama a sus criaturas que no deja nunca de ayudarlas. Pero esperad con fe en Él y meteos en Él, estando siempre alegres y contentos con todo lo que a Él le place».

Con más cansancio pero con mayor convicción repite a su padre: quien cree en «Jesús, amante de nuestras almas» y «busca caminar según su santísima voluntad», sentirá que «la bondad de Dios jamás lo abandonará, como tantas veces os lo he dicho», porque «Dios es potente para hacer verificar en nosotros su palabra (de un peso li­gero y una carga suave), dejada para nuestro consuelo». Podríamos concluir diciendo que, en el plano operativo, la regla de oro de santa Catalina es: «entregaos totalmente a Él, que no os abandonará». Si la fe nos hace intuir un plano y orden diverso de cosas y de valores, la esperanza, si es «viva», nos infunde confianza, nos reanima, nos da coraje, hace huir de nosotros la «acidia», madre de la desespera­ción, que nace en nosotros porque no se llega a entender el porqué de las «visitas» de Dios hic et nunc (aquí y ahora) y de su nexo con la vida eterna; de esta manera se aleja también de nosotros el «tedio», como si los dones prometidos por el Señor no fuesen dignos de todo esfuerzo y estima.

«Es muy verdadero -comenta Catalina a Francisco Arrighi en el 1554- que si mirásemos a nuestros méritos, no tendríamos ninguna esperanza; sin embargo, su infinita bondad nos ha empapado con el aceite de su misericordia: y quien esté bajo su estandarte, lo sentirá destilar abajo y condimentar sus obras de tal modo que abundará en esperanza y confianza, sabiendo que al final de esta oscura noche vendrá el día y la luz…».

La enseñanza de Catalina se transforma de esta manera en luz concreta. Dios llama a sus hijos predilectos por el camino de la Cruz, somete a grandes pruebas a los seres que más ama. La fe nos presenta este camino que debemos recorrer día tras día, en nuestras obras, en nuestras palabras, en nuestros pensamientos, y en nuestras intencio­nes más escondidas -que constituyen la «verdadera pureza» delante de la mirada del Padre celestial-: todo es cruz y todo es luz. Nuestros pobres méritos son elevados por los méritos de Cristo en su muerte en cruz, y adquieren un valor redentor, un valor infinito. Catalina cono­ce muy bien qué significa estar unida a la Pasión de Cristo. El Divino Esposo quiere compartir con ella su tesoro más preciado: su Cruz, y así lo hace. Catalina repite: «es necesario llevar la cruz con Él» y sólo «quien la lleva por su amor jamás será abandonado por Él, sea en la tribulación que sea». Es más, para la santa existe un signo infalible para saber si se lleva la cruz por Él y con Él: la alegría.

De aquí surgen, por así decirlo, diversos aspectos. El primero está constituido por el contraste entre la parte sensitiva y la esfera sobre­natural que la presencia de Dios produce en nosotros. «Mi Esposo -decía Catalina en el 1543- me tortura toda con penas y tormentos… Interviene, angustia, atormenta, y después me manda: “Calla, no hables, no digas palabra”. Así se apresta a triturarme y después me ordena también callar. Él es mi Esposo; estoy totalmente consa­grada a Él, completamente donada, pero Él hace de mi cuerpo un martirio. Así a Él le place. Me trata según su gusto. Realiza una tal desolladura, que muchas veces me viene la sospecha que tarde o tem­prano dejaré la piel y la vida. Él continúa desollándome; yo resisto, protesto, rechazo. La parte inferior importuna gritando y acusando el fierro y el fuego. Y Él entonces: “Sé de buen ánimo, soporta bien las heridas. Se trata de ti. El dolor te hace bella”. Y yo: “No, Jesús. Hazlo en tu Madre. Yo no ambiciono ser bella”. Entonces Jesús: “en ella ya lo he hecho”».

Esta profundísima experiencia interior se transformará después en enseñanza para sus discípulos: «Recordad -así decía a Capponi- que el buen soldado, cuanto más duro encuentra el combate, tanto más se arma para resistir, para que el enemigo no lo supere. Así es necesario hacer en nosotros, que cuanto más nos encontramos en los trabajos que hieren nuestra parte sensitiva, tanto más nos debemos armar, y con armas fuertes: con la razón y con aquellas ocultas al sentido; y tenerlo subyugado para que no pueda vencer a la parte su­perior de nuestras potencias». Basta que el ojo de la fe no sea turbado y que la voluntad no ceda: entonces no sólo no hay pecado sino que hay mérito, y tanto más grande cuando la batalla es más violenta.

Notemos, en este sentido, que la fe, como el amor a Dios, si supera a la razón, no está de hecho «contra la razón» y Catalina exhorta a hacer recurso de ella y a encontrar en ella nuestras armas: la fe no es fideísmo, o sea, ceguedad intelectual; al contrario, cuando más «dura» es la batalla, nos debe ofrecer más armas para resistir los embates que hieren nuestra parte sensitiva, y así tenerla dominada. Catalina invitaba a pensar en tres cosas: «de dónde venimos» (es decir, pensar en Dios), «aquello que hacemos» (por qué camino nos movemos) y «adónde vamos» (nuestra última meta). Es la misma ex­periencia de Jesús en el Huerto de los Olivos: el espíritu está pronto, aunque la carne es débil… Si es posible, pase… Pero no se haga mi voluntad sino la tuya (Mc 14,36.38).

Un segundo aspecto de extrema importancia para comprender el interior de Catalina y cómo obraba, es recordar que todas las veces que Dios «golpea» nuestras almas o alarga su dedo para «tocarnos», se produce un cambio en nuestro interior: una llamada, una invita­ción, una «moción». Como el oro en el crisol, así el alma muchas veces es purificada para brillar más. Hijo, -dice el libro del Ecle­siástico-, si te decides a servir al Señor prepara tu alma para la prueba… todo cuanto te sobreviniere acéptalo, y en las vicisitudes de la prueba sé paciente. Porque en el fuego se prueba el oro, y los aceptos a Dios en el horno de la humillación (Eclo 2,1.4-5). Sin ruido, sin estrépito, Dios inspira, inclina, mueve a aceptar y a obrar. Si el alma abre, entonces Dios da una nueva ayuda y así procede de invita­ción en invitación, de respuesta en respuesta; si, al contrario, el alma rechaza y se cierra, el proceso entero se bloquea, el camino se para, el fervor se enfría, el alma lentamente se enferma y sólo un sacudón más fuerte puede levantarla y hacerla reemprender el camino. Aquí no está solo el Dios del amor, sino el amor de Dios en acción.

Un tercer y último aspecto, necesario para captar la unidad inte­rior que caracteriza la espiritualidad de Catalina de Ricci: la Pasión y la Cruz. Catalina siempre estuvo unida a la Pasión de Nuestro Señor y a su Cruz. En este misterio ella hunde su mirada y su corazón para encontrar la luz, la paz, la fuerza y el coraje para seguir su obra. «No quiero -así decía a Buonaccorsi en 1556- que dejéis de encontraros y de acompañar al dulce Salvador que va a pagar el precio por no­sotros, sus criaturas. ¿Y cómo debe ser nuestro acompañamiento en este acto y misterio maravilloso? Nosotros vemos en nuestro Jesús Salvador grandísima obediencia, profunda humildad, máxima pa­ciencia e infinito amor».

Pasa de esta manera a explicar cómo imitarlo y cómo acompañar­lo: a cada virtud de Jesús existe una respuesta que debemos dar. A la «grandísima obediencia» que nos muestra buscando siempre cum­plir la voluntad de su Padre, desde la encarnación hasta su muerte en cruz, lo debemos acompañar con la obediencia a los santos man­damientos, y después, de escalón en escalón, en una siempre mayor adhesión a su Voluntad, que la voz del Espíritu Santo indica dentro de nosotros. A la «profunda humildad» de Jesús, que siendo Dios se hizo hombre «para servirnos a nosotros, pecadores», debe corres­ponder «el conocimiento de nuestras propias miserias y debilidad»: no con una aceptación teórica o especulativa, sino práctica, de tal manera que nos sintamos como pobres enfermos necesitados de Je­sús, médico piadoso. Nuestra respuesta a la «máxima paciencia» del Salvador será la aceptación generosa «de las continuas tribulaciones interiores y exteriores» que Él gusta mandarnos, porque, aun cuando nosotros creamos que las cruces de los demás son siempre más lige­ras que las nuestras, Él sabe adecuar el peso a nuestras espaldas.

¿Cómo responder, en fin, «al infinito amor», al amor traspasado, si no con otro amor por Aquél que, «dulce pastor, se ha hecho alimento de lobos para salvarnos a nosotros, sus ovejas», y que, sin conde­narnos, nos ha cargado sobre sus espaldas para volvernos a la casa del Padre? Justamente en «masticar y rumiar… su acerba Pasión y muerte (encontramos) un motivo eficacísimo para decidirnos a sufrir por su amor aquello que le complace darnos para conformarnos a Él…». Desde lo más profundo de su corazón, lanza ahora este grito a su padre terreno: «¡Pensad cuánto ha sufrido por vosotros! Y todo esto lo ha hecho por el gran amor que tiene hacia sus criaturas; por esto nosotros debemos ejercitarnos en amarlo aún más. ¡Considerad tanto amor! Y rezad por mí, para que lo conozca aún más».

Se ilumina de esta manera, en su más pleno significado, toda la vida de Catalina, cuando, hablando en nombre de Jesús a las religio­sas de su monasterio, decía: «yo quiero que vosotras seáis testigos de cuánto amor siempre os he tenido». Tomando una carta escrita a Servi en abril de 1552, que es una verdadera síntesis doctrinal de cuanto hasta aquí se ha dicho, podemos resumir todo como sigue: «Nues­tra llegada y partida de este mundo no es voluntad o conocimiento nuestro», sino que todo «depende de Su poder». Esto significa, entre otras cosas, que «ninguno puede oponerse a su Voluntad», la cual nos puede anonadar en un instante. Por lo tanto, y es ésta una primera conclusión, es «estúpido» oponérsele.

«Defecto sería todavía no concordar interiormente nuestra vo­luntad a la suya o que nos postrásemos por tierra en la adversidad», como el que no tiene ninguna esperanza. Aquí se desarrolla la lucha entre sentimiento y razón, entre corazón e intelecto: porque se «ha golpeado en vivo, en aquella parte que más quema», el sentimiento y el corazón «son forzados a resentirse: no es posible de otra manera, no podemos del todo huir tal pasión». Por lo tanto, y ésta es la segun­da conclusión, «debemos vencer con la razón». ¿En qué manera o por qué motivo? «Debe en todas las cosas mirar a Dios, considerando cuánto ha amado a su criatura, que por ella no se ha perdonado a Sí mismo, por el contrario, por ella ha venido a habitar en la miseria del mundo sosteniendo tan acerba pasión».

Dios tiene para cada uno de nosotros un plan particular, para el que muere y para el que permanece en vida. Tercera y fundamental conclusión: «es manifiesto, por lo tanto, que Dios es infinita Sabi­duría y que no puede errar, que tiene fines mucho más nobles (que nuestros planes y deseos), y que en esto consiste la salud del alma. Y si nosotros queremos ser cristianos y miembros de Cristo, es nece­sario que amemos y deseemos la salud del alma más que otra cosa creada».

Todo esto debe transformarse en una actitud concreta, en una línea de conducta. Y he aquí, entonces, el mensaje conclusivo de Catalina: «os exhorto a llevar con paciencia vuestras tribulaciones y a consolaros en Jesús, siguiéndolo por el camino que Él quiere cami­nar, que es el de la cruz, ofreciéndonos su ejemplo. Y si lo seguimos voluntariamente nos invita a cargar su yugo sobre nosotros mismos, porque este yugo es suave y su peso ligero. Por lo tanto, querido hijo en Jesús, alegremente sigamos a Cristo con la cruz y no dudemos de nada…».

  1. Alegre equilibrio

«No deseéis otra cosa si no complacerlo y obrar su santísima vo­luntad». La simplicidad de esta sentencia, que se inspira en el modelo de Jesús Crucificado de frente a su Padre, es vivida del modo más radical en la forma y de modo progresivo y continuo en el tiempo; ésta es la clave para la lectura unitaria de la espiritualidad de la santa. Ésta es la esencia. ¿Pero cómo se configura en su modo de vivir? ¿No será la cara macilenta de la renuncia, de la tristeza, de la frustración humana, de la capa siempre incombatible del dolor, de la desnudez?

La realidad es bien distinta. No hay una sola carta en la que Cata­lina no invite a ser «alegres». No se trata, ciertamente, de una alegría estúpida, vacía, superficial, epidérmica en cuanto a la profundidad, inconstante en cuanto a la duración, sino una alegría que no excluye los altibajos del ánimo, y de situaciones alternadas, tanto interiores como exteriores, sino que permanece aun en el dolor y en la prueba: se trata de una alegría que posee su raíz en la profundidad del miste­rio de Dios mismo, cuya profundidad emana de la fe, de la esperanza, del amor con el cual se abandona a los designios de Dios en la propia vida.

Comenzamos poniendo en evidencia algunas anotaciones caracterológicas. Catalina no era, ciertamente, una gruñona por su carácter. «Estaba siempre alegre y feliz», escribe Razzi, su primer biógrafo. En el tiempo en el que le fueron confiadas las educandas, tuvo en el monasterio el sobrenombre de «maestra de la merienda…»; repren­de -casi al punto de hacerlo llorar- a su tío sacerdote, confesor del monasterio, por el duro tono usado en una corrección hecha a las re­ligiosas. A veces, el dolor físico debido a las enfermedades es tal, que le hace escapar la queja de decir que no puede más por tanto mal.

Cuando en el 1577, por obra especialmente de sus mismos herma­nos en religión, comienza la gran tormenta de las calumnias -des­obediencias, inmoralidad, sospechas, etc.- que termina por incluir al monasterio mismo, escribirá: «Padre mío, os ruego por mi Jesús: no puedo sentir más esta alteración y tanto descontento, sea de den­tro como de fuera, porque veo y siento muchas ofensas a Dios. Mi corazón no las puede soportar, se partirá por el medio… Tengo mi corazón entre dos ruedas de molino: una sois vosotros, padres; la otra, mis monjas». Después, a pesar de que ha vuelto a poner todo en las manos de Dios y se entrega totalmente en sus brazos, se enferma tan gravemente que llega casi a la tumba. No sucede de otra manera cuando viene a saber que su hermano Vincenzo engaña a su esposa: su hígado se hace pedazos.

Porque no ama solamente a Dios, sino también al prójimo con todo el corazón, todo detalle la hace gozar y sufrir, de tal manera que parecería ser hipersensible. Goza todo como sufre todo. Goza de una flor que le han regalado como de una botella de vino producido con las viñas del lugar donde había vivido de niña -todo su lenguaje está impregnado de «gratitud» por tantos signos «afectuosos» que reci­be-; pero también sufre y se lamenta si a sus premuras y atenciones no recibe un aviso de haber sido recibidos. Goza en el estar junto a sus hermanas en religión a tal punto que, a veces, debe escapar por no lograr contenerse; pero sufre por haber debido permanecer con su padre buena parte de la jornada y, por lo tanto, haber estado lejos de su Señor.

Su equilibrio, en otras palabras, no es el resultado de un estado de idílica tranquilidad e indiferencia, sin implicar el alma y aun el cuerpo. Al amor y a la dulzura sabe unir fortaleza y prudencia, y esto quiere decir elegir, decidir: decir «sí» o decir «no», aun cuando todo esto tome el color de un afecto particular (casi ignorando el voto de pobreza, en realidad superándolo, aunque tan sólo sea por adornar la casa de su cuñada) o se presente extremadamente incómodo -por ello niega al obispo (en el cual no tiene confianza) o a un benefactor (que ama tiernamente) un favor que le fue pedido, o no secunda una invitación que le fue hecha por otra santa, Magdalena de Pazzi.

La vida de un santo está hecha de todo esto: fricciones, contrastes, incomprensiones, cruces. El santo, aun en los momentos de mayor tormenta y en medio de la borrasca, tiene una imperturbabilidad de fondo. De dónde nazca, es tan fácil decirlo cuanto difícil vivirlo, porque es fruto de las tres virtudes teologales.

Veamos la respuesta en el pensamiento y en la vida de Catalina. «Vida y muerte y todas nuestras acciones», es decir «todo evento» de los cuales está tejida nuestra vida -escribirá a Capponni en 1578- es previsto y querido por Dios. Ésta es la interpretación que la fe nos da de la historia en su conjunto, como también de la vida del singular; con nuestras solas fuerzas no podemos ni entender ni conformarnos a tales designios; pero no debemos «admirarnos» y, con tal que se pida en la oración, Dios «jamás hizo faltar a ninguno su ayuda»: he aquí la virtud de la esperanza; todo se consuma en el abandono al divino querer, creyendo al amor que Él ha tenido por nosotros -y el crucifijo que, desclavando uno de sus brazos, la abraza, es para no­sotros la prueba suprema, irrefutable- y, respondiendo con amor «a tanto amor», «someterse de nuevo a su santísima bondad». He aquí la virtud de la caridad.

De la teoría a la práctica. Bastará citar una carta suya para enten­der cómo Catalina vivía y dónde fundamentaba su equilibrio: «Al Se­ñor le ha complacido hacernos muy pobres. Que sea siempre bendito su santo nombre; porque estoy contentísima de todo aquello que a Él le place». La carta está dirigida a su propio obispo, Pierfrancesco da Gagliano, en julio de 1562. El mismo había sido hasta entonces devotísimo de Catalina -a ella había recurrido muchas veces, en las enfermedades y en diversas dificultades debidas a una vida preceden­te no del todo ejemplar-; aún más, en otras ocasiones fue protector y benefactor; pero he aquí que, de improviso, por motivo de una herencia, intenta hacerle una causa judicial al monasterio, se trans­forma en un despiadado al exigir todo y de manera rápida, rechaza toda conciliación, se hace sordo a toda súplica de reenviar el pago. El monasterio, debido a la pobreza, no encuentra quien le pueda prestar la suma, y por ello se ve obligado a vender unos terrenos mientras se aproxima un año de terribles carestías y hambre. «Al Señor le ha complacido hacernos muy pobres», escribía entonces Catalina. No es la acostumbrada y habitual pobreza. Se ha llegado al extremo. «En este tiempo -continúa- me encuentro en mayor necesidad que nunca por causa de las provisiones», del trigo y del aceite para las más de trescientas bocas, «voy mendigando el dinero» y «descubro un altar para cubrir otro». Se encuentra sin aceite, sin trigo, sin di­nero; pero no se lamenta. Por el contrario, «sea bendito por siempre su nombre». ¿Cómo puede permanecer en calma en medio de tales tormentas? ¿Cómo no perder la confianza? ¿Cómo puede decir que está «contenta con todo aquello que a Él le gusta»?

La respuesta clara se encuentra en otra de sus cartas. El 29 de ju­nio de 1548 escribía: «Agarrar todas las inquietudes, hacer un ramo y tirarlas todas en aquellas santísimas llagas de Jesucristo. Mejor no se pueden encontrar que en Jesús y en su Santísima Madre. Ellos son los que poseen toda la potestad de consolar y de tranquilizar el corazón humano. Quien buscase paz fuera de ellos no encontrará cosas estables, como lo podéis saber por experiencia y como probáis todo el día».

La devoción al Crucifijo y a la Virgen se transforman en vida, comportamiento, disposición interior. «De esta manera -continúa la santa- no hay estabilidad alguna y por lo tanto no hay necesidad de apegarse, sino de tomar justamente la necesidad según Dios y después esperar la patria celeste, la cual en el futuro está reserva­da a quien de esta parte trabaje por el amor del Señor, el cual por nosotros pacientemente se esforzó tanto, haciéndonos camino, de tal manera que por él pudiésemos caminar sin perdernos. Y de esta manera, por su amor soportar con gusto aquello que nos manda». ¿El futuro por delante es tempestuoso? Acepta todo de las manos de Dios. He aquí el secreto de la imperturbabilidad de fondo de Cata­lina. La tribulación es el pan cotidiano de los que siguen a Cristo; «pero es signo de que Jesús nos quiere para sí»; la lucha es dura, encarnecida, exige constancia y paciencia; pero «no dudéis: Jesús nos ayudará si con fe vamos a Él».

En este abandono en Dios, Catalina pone todas sus fuerzas, su paz, su alegría. En este punto es posible introducirnos un poco más en el mundo interior de nuestra Santa.

Paz y equilibrio son sujetos y condicionados por una precisa toma de conciencia: la de ser «pecadora». No se trata de especulación, de teo­ría, sino de experiencia de criatura, que es limitación y pecado. «Cuan­do yo voy a mi Esposo, no teniendo nada que ofrecerle, porque en mí no hay nada de bueno, yo le doy sus cosas. Por mi malicia le ofrezco su bondad; por mis negligencias, sus perfectas y santas operaciones».

La humildad no abate, no postra, no hace desesperar, porque de esta manera no sería más humildad, sino orgullo. «Si no queremos ser repugnantes cuando vamos delante de Él, es necesario primero lavar (los pecados) con la contrición y después ofrecerlos con bue­nos propósitos». La humildad, por lo tanto, no aleja de Dios, sino que permite al alma reconocer sus dones sin atribuírselos como propios: si los hombres eligen «las esposas terrenas ricas, nobles, bellas y adornadas», es porque no las pueden hacer diversamente de cómo son; pero Jesús, «que puede querer adornarlas y enriquecerlas de todo bien, las toma pobres y llenas de toda miseria». Humildad, por lo tanto, es aceptación plena de sí mismo: «quien quiera seguir a Dios por otro camino que no sea el de la humildad -sentencia Cata­lina- se encuentra rodeado de continuas cruces y trabajos», con el propio yo; humildad no es transformarse en juez de los defectos de los demás, porque «no encontraremos otro fruto que sobresaltos y perturbaciones»; humildad es también, prosigue la santa, el recurrir con confianza a Dios, «porque Él no quiere que tengamos certeza de perseverar en el bien, para que permanezcamos en humildad y no despreciemos a nuestro prójimo»; humildad es dirigir todo a Dios, esperando todo de Él y nada de nosotros mismos, «sin perder el ánimo cuando tarda en concedernos las gracias, porque después repara la tardanza».

Quien, pues, no se siente pecador en el sentido más pleno de la palabra, no podrá jamás conocer la verdadera paz interior y el equi­librio que deriva de esto. «Cuando reconocemos nuestra ingratitud y todos somos infinitamente ingratos- (así hablaba Catalina a un religioso, fray Timoteo Bottonio), y cuán ineptos somos para obrar el bien, nos volvemos de algún modo agradables a sus dones; y más le agradamos al reconocer nuestra insuficiencia en el bien obrar que con otra cosa». He aquí aquello que hace brotar la paz en el corazón; no la desesperación y no la presunción, sí el abandonarse en Dios: «No quiero que vosotros desesperéis ni que os tiréis por tierra, sino que reconozcáis vuestros defectos y humildemente recurráis a mí en todas vuestras necesidades y afanes, porque sólo yo os puedo ayudar. Y puedo y quiero».

Dos son los principales obstáculos para conservar esta paz. El primero nace del remover las culpas pasadas. El alma que está domi­nada por ellas, se perturba y pierde la serenidad. «No os asombréis -escribe Catalina a sus religiosas- si descubrís que no sois todavía aquello que tendríais que ser». ¿Qué hacer? Aceptarnos como so­mos, débiles y frágiles; traducir tal aceptación en «firme propósito de corregirse» empeñándose con todas las fuerzas en cambiar de vida; pero, conscientes de nuestra incapacidad de hacer el bien, «re­curriendo a Él con gran fe y esperanza», porque -y es esta la bellísi­ma definición de esperanza dada por Catalina- «Él se consume por darnos sus gracias».

El segundo obstáculo que impide la paz es la atormentadora duda: ¿hemos hecho todo aquello que podíamos por responder al amor de Dios? La respuesta de Catalina es precisa: «los caminos del Señor (deben ser tomados) dulcemente», y continúa: «haced todas las cosas por su amor y en todo tendréis mérito, porque su bondad se complace en nuestra buena voluntad y en las obras que podemos realizar; pero no quiere de nosotros sino aquello que podemos: si no os parece ha­cer por Él aquello que deseáis -y no hay ninguno que lo haga-, no os preocupéis por ello, sino ofrecedle todo y entregadle alegremente aquello que hagáis» (carta a Buonaccorso del 27 de julio de 1553).

Aquí nos aparece una Catalina -como maestra espiritual- muy di­ferente de aquella que conocemos según su espíritu de sacrificio y pe­nitencia. «Cometéis muchos defectos -así habla a sus religiosas-; pero os tengo compasión porque sois frágiles. Yo os tengo compasión, hijas, porque sois frágiles y sé que no son pecados cometidos por malicia sino por fragilidad. Bien quisiera que cometieseis menos y no qui­siera que fueseis tan afeccionadas a vuestro cuerpo ni que buscaseis tanto vuestra comodidad, ni que lo buscaseis con tanta avidez. Yo os perdono; pero quiero que os corrijáis, que dejéis ir las murmuracio­nes. No quiero que os pasméis. No quiero que sufráis necesidades. Quiero que durmáis, comáis y os divirtáis». ¿Qué pide, entonces a sus hermanas, en nombre de Cristo? Sólo que «lo tengan en su corazón», aún más «en la lengua y en las manos». En el nombre de Jesús termina con esta invitación: «conocéis, conocéis mi amor».

Si habla así a las religiosas, no se dirige diversamente a los laicos. Jesús no pide hacer vigilia toda la noche, sino solamente estar con Él «con la intención y el deseo». Él «se complace en la buena voluntad», y no pide más que «las obras que podemos realizar». Cualquier peni­tencia está bien; pero «con medida y según la razón». Catalina no es una fanática de la penitencia, de la renuncia por la renuncia, y por eso escribe al ya citado Buonaccorso en 1554, que «las aflicciones nunca ayudan a sanar los males, sean de la clase que sean».

El equilibrio interior, que se traduce en la paz del alma, es fruto no de un carácter despreocupado, superficial, insensible, sino de un ejer­cicio heroico de las virtudes teologales con el propio bagaje humano y sobrenatural. Y he aquí, entonces, el programa de Catalina en cuatro puntos: 1) «Me esforzaré por cuidarme de los defectos (aunque sean mínimos) cuanto yo pueda»; 2) «estar siempre (en cuanto se pueda) con la mente unida a mi Jesús»; 3) «cuidarme de no perturbar a otros, porque esto agrada mucho a Jesús»; 4) «sobre todo estar ale­gre y cuidarme de no perturbarme jamás por ninguna cosa que me suceda», al contrario «alegrarme de recibir todo tipo de tribulación como si fuese una alegría que me manda Jesús».

Debemos, llegados a este punto, hablar de la alegría que en Ca­talina es el signo externo de su paz y equilibrio interior. A una an­ciana superiora -una de las fundadoras del monasterio- que, movida por tan grande espíritu de sacrificio, todos los viernes llevaba a su boca una cucharada de ajenjo, pero al mismo tiempo era austerísima con sus discípulas, Catalina decía: «yo no puedo soportar el ver las personas afligidas y no puedo expresar cuánto padezco al ver las personas melancólicas. (Desde novicia), cuando veía una superiora que estaba sobre sí misma, o sea triste, me afligía toda».

Una vez superiora, «cuando por deber de oficio debía castigar a alguna religiosa… no me hubiera ido a dormir hasta que no hubiese hablado con aquella religiosa, dándole palabras de consolación y confortándola» para que no permaneciera en la tristeza. A Salviati en el 1562 escribe: «estad alegre y tened siempre vuestro corazón lleno de Jesús, guardaos que en vuestro corazón no entre la melancolía ni la acidia, porque de ser así no podría estar Jesús; que haya más bien ornamentos de paz, de quietud y de conformidad a su Voluntad».

Si aflora la tristeza es porque o hemos ofendido a Jesús -entonces basta apresurarse a reconquistar su amor con el arrepentimiento y la cierta esperanza de su perdón y ayuda-, o por engaño del demonio que busca pescar en la turbación de la conciencia y allí siembra aci­dia, desesperación, falta de confianza. En esos momentos es suficien­te abandonarse todo en Dios, creyendo en su amor por nosotros, y así volver a encontrar la alegría.

Si en el corazón entra la tristeza, Jesús se va. La explicación es ob­via: para aquél que se ama a sí mismo y a su propia comodidad, toda prueba y contraste se transforma en una carga difícil, insoportable; pero si en el corazón se encuentra el amor por Jesús, entonces es posi­ble descubrir, la «alegría de la cruz», o sea, la alegría del corazón.

Aquí retornamos una vez más al motivo principal de toda la es­piritualidad de Catalina, el amor al Crucificado. No se trata de una actitud pietista, es decir, de una compasión afectiva tanto más mar­cada porque ha manado de una sensibilidad femenina frente a los dolores ajenos. «Padre mío y en Jesús, hijo queridísimo -así escribe a Servi en 1552-, os animo a daros todo a Jesús… Quien desee alegrías espirituales, piense frecuentemente en su Vida, Pasión y muerte, allí encontrará todas las alegrías. Por esto, padre e hijo mío querido, frecuentemente pensad en Jesús y ofreceros todo a Él. Entrad en aquel santísimo costado y estaréis seguro… Recordad que Jesús ha muerto por nuestro amor, para darnos el paraíso, y a nosotros nos pide que le amemos con todo el corazón y que cada cosa la hagamos por su amor, y alegremente confiémonos una vez más a Él y estemos contentos con lo que agrada a su Majestad».

Lo que aparentemente es contradictorio, en realidad es la sín­tesis suprema: por una parte «Vida, Pasión y muerte» y, por otra, justamente en esto, todas «las alegrías espirituales». La verdadera devoción a la Pasión, como es entendida por santa Catalina, crea la necesidad de una donación total del corazón y de todas nuestras obras, en cada momento.

No podríamos concluir mejor este brevísimo excursus que citando una página de sus éxtasis, donde, más allá del juicio que se pueda haber dado a su valor, se siente vibrar toda el alma de Catalina con un lenguaje no diverso del lenguaje de su gran homónima, santa Ca­talina de Siena: «Y me puso en su pecho. Entonces vine en tanto amor hacia mi Esposo que no podía hacer otra cosa que llorar y decir: ¡Amor mío! ¡Amor mío! -Entonces Jesús me decía: Esposa mía… me agrada obrar así. Yo estoy enamorado de ti. -Entonces dije: ¿Qué quieres que yo haga? -Respondió: Quiero que tú me sigas y que no te apartes de mí, y Yo jamás me apartaré de ti, y te voy a dar la vida eterna. -¡Oh Amado mío, hazme ahogarme en tu Sangre para que yo deje de ocuparme de mí misma y pueda seguirte! (Y vuelta a sus compañeras religiosas): -Os exhorto a daros todas a Jesús. Frecuen­temente pensad en Jesús y ofrecedle todo a Él. A nosotros nos pide que le amemos con todo el corazón y que cada cosa la hagamos por su amor… vida, obras, palabras, pensamientos nuevos… Alegremen­te confiémonos una vez más a Él y estemos siempre contentos con aquello que agrada a su Majestad».

Camino y mensaje esencial, hecho de simplicidad y de claridad, aparentemente fácil pero extraordinariamente difícil, con el sello de la autenticidad aprobada por su extraordinaria santidad. Lo que Santa Catalina de Ricci nos propone no es una doctrina, sino una experiencia vivida, cuyo punto focal es uno solo: Cristo Crucificado. Su conformidad a Él es tan grande que revive todas las semanas los dolores de la Pasión, y lleva impresas en su cuerpo los signos de los estigmas. Si ella habla, por tanto, es sólo ex abundantia cordis.

Su lenguaje preciso, exacto, diverso en la forma pero unido en el contenido, se traduce en imágenes, en sentencias, en sabiduría so­brenatural, también cuando, inmersa, por amor, en las necesidades terrenas del monasterio o de sus discípulos, procede solo por signos. Pero su lenguaje es también el lenguaje de una mujer, fuerte, afec­tivamente grande, atenta, en el que se puede siempre tomar el amor inmenso que toda la invade por Jesús Crucificado y que se expresa en un profundo equilibrio interior y en el más cautivante atractivo que un alma pueda tener: el gozo y la alegría.

[1]        Seguimos libremente a Domenico Di Agresti, Caterina de ’Ricci. L ’esperienza spirituale della Santa di Prato. Edizioni Librería Cattolica Prato 2001. 19-54.