Testigos

Testigos de la resurrección

1. Lo dice la Revelación

Un aspecto esencial del ministerio que Cristo encomendó a los Doce Apóstoles es el ser testigos de su resurrección. El testimonio fundamental que los discípulos de Jesús habían de dar acerca de su Maestro era el de su vida perenne, su definitivo triunfo sobre la muerte por su resurrección, que implicaba la confesión de su divinidad, y, por ende, la autenticidad divina de su vida, de su doctrina y de su obra.

Podemos corroborarlo en el libro de las Actas de los Apóstoles, que acertadamente han sido llamadas «hechos de Jesús resucitado», o en las cartas apostólicas, o en el mismo Evangelio, con numerosos textos que señalan precisamente ese carácter de testigos que Jesucristo dio a sus «enviados», a sus apóstoles.

a. Ya en la primera aparición que hizo como resucitado a los discípulos – que se hallaban encerrados en el Cenáculo por temor a los judíos–, luego de abrirles la inteligencia para que comprendiesen la Escritura, les dijo: Así estaba escrito que el Mesías tenía que padecer y resucitar al tercer día de entre los muertos y que se predicará en su nombre la conversión para la remisión de los pecados a las naciones, empezando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas (Lc. 24, 45–48).

b. Momentos antes de su Ascensión, en aquella emocionante despedida en que les prometiera a sus discípulos: Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,20), de nuevo remarcará el carácter testimonial que confirió a la misión apostólica: No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre puso en su propio poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que ha de venir sobre vosotros, y seréis testigos míos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta lo último de la tierra (He 1,7–8).

c. Los Apóstoles, «testigos oculares y servidores del Verbo», como los llama San Lucas en el prólogo a su Evangelio (1,2), fueron plenamente conscientes de este carácter peculiar de su misión testimonial de la resurrección.

El Apóstol San Pedro lo expresó claramente cuando sugirió en el Cenáculo la elección de alguien que sustituyera a Judas en el ministerio y para que se completara así el número de los Doce. Allí dijo: Es, pues, preciso que de entre aquellos hombres que han andado con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió entre nosotros, empezando por el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, sea constituido uno, junto con nosotros, como testigo de su resurrección (He 1,21– 22).

d. El mismo San Pedro se presentará como «testigo ocular» ante el centurión Cornelio: y nosotros somos testigos de todo cuanto hizo en el país de los judíos y en Jerusalén y cómo le quitaron la vida colgándole del madero. A Éste, Dios le resucitó al tercer día y concedió que se manifestara no a todo el pueblo, sino a testigos, de antemano escogidos por Dios; a nosotros, que comimos y bebimos con Él después que hubo resucitado de entre los muertos. Y Él nos mandó que pregonáramos y atestiguáramos al pueblo que Éste es constituido por Dios juez de vivos y muertos y a Éste dan testimonio todos los profetas de que por su nombre recibe remisión de los pecados todo el que cree en Él (He 10, 39–43).

e. Sin embargo, no sólo el Príncipe de los Apóstoles sino todo el Colegio Apostólico es consciente de que ha sido constituido como «testigo». Por eso es que San Lucas, el historiador sagrado de la Iglesia, resumirá la actividad de los doce Apóstoles diciendo brevemente: «Y con gran fuerza daban los apóstoles el testimonio de la resurrección del Señor Jesús y una gracia grande se difundía hacia todos ellos» (He 4,33). Y por esa misma causa, cuando fueron aprisionados por el Sanedrín, Pedro en nombre de todos los Apóstoles, no temió declarar ante el supremo tribunal judío, ante los mismos que habían inventado la mentira de que los discípulos habían venido de noche y robado el cuerpo de Jesús mientras los soldados dormían[1], que ellos debían obedecer a Dios antes que a los hombres, porque son testigos de la resurrección de Jesús: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. A Éste le ha exaltado Dios con su diestra como Jefe y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo (He 5,24–32).

f. El Apóstol San Pablo, aunque no había convivido con el Señor como los demás Apóstoles, también poseía una visión certísima de su misión de testigo, porque era testigo de que estaba vivo y presente en su Iglesia: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?; – ¿Quién eres Señor?, preguntó Pablo. “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, le respondió el Señor enseñándole que perseguir a los miembros de su Cuerpo Místico era lo mismo que perseguir a la Cabeza, que sigue padeciendo en sus mártires.

El Apóstol de las Gentes estaba convencido de lo que Ananías le había dicho apenas convertido: El Dios de nuestros padres te tomó de su mano para que conocieras su voluntad y vieras al justo y oyeras la voz de su boca, pues has de ser testigo suyo ante todos los hombres de lo que has visto y oído (He. 22, 14– 15).

El mismo Señor se le apareció en una ocasión y le disuadió de dar testimonio de Él en Jerusalén, mandándole salir de la ciudad empedernida. Así leemos habiendo vuelto a Jerusalén y estando en oración en el Templo, caí en éxtasis; y le vi a Él que me decía: Date prisa y marcha inmediatamente de Jerusalén pues no han de recibir tu testimonio acerca de Mí (He 22,17–18).

g. Más testimonios se podrían citar, pero los podemos resumir en aquel sublime prólogo de la Primera Carta de San Juan que escribiera inspiradamente el Discípulo Amado, que vio y creyó (Jn 20,8) en la resurrección apenas contempló el sepulcro vacío: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron con nuestras manos acerca del Verbo de Vida os lo anunciamos, pues la Vida se manifestó y nosotros vimos y somos testigos (1Jn 1,1–2). ¡Et vidimus et testes sumus!

San Agustín, comentando esta hermosísima frase, les recordará a sus fieles de Hipona: «Tal vez algunos hermanos, que desconocen la lengua griega, ignoran como se dice en griego testigos, siendo como es nombre usado y venerado por todos. Porque lo que en latín decimos testes se dice en griego mártires… Al decir, pues Juan: “Vimos y somos testigos”, fue como decir: “Vimos y somos mártires”. Los mártires, en efecto, sufrieron todo lo que sufrieron por dar testimonio o de lo que ellos por sí mismos vieron o de lo que ellos oyeron, toda vez que su testimonio no era grato a los hombres contra quienes lo daban. Como testigos de Dios sufrieron. Quiso Dios tener por testigos a los hombres, a fin de que los hombres tengan también por testigo a Dios»[2].

Ahora bien, todo lo que Jesús dijo a los Apóstoles en referencia a ese testimonio que habían de dar de su resurrección lo podemos aplicar a cada uno de nosotros, los que en el Bautismo hemos sido sumergidos en su muerte y en su resurrección, los que en el último día seremos resucitados en virtud de la propia resurrección de Cristo.

Cristo nos dice: Vosotros sois testigos de estas cosas, es decir, que Él está resucitado, que está vivo y no muere más. Tomando la frase en su sentido etimológico, es el Verbo Encarnado quien nos dice: vosotros sois mártires de estas cosas. La evolución cristiana de la significación de la palabra mártir comienza en aquel simple aspecto de «testigo»; apenas se inician las persecuciones del Imperio romano, mártir pasa a indicar a un «testigo de sangre», a alguien que da testimonio por un martirio cruento, a un testigo que bebe la sangre de Cristo y que por su muerte se hace «participe de Cristo», como se llamará a si mismo San Policarpo en la oración que hizo antes de su martirio[3].

2. Todos somos testigos

Nosotros, los cristianos de comienzos del siglo XXI, teniendo la obligación de preparar el tercer milenio de la Encarnación, debemos ser los modernos testigos de la resurrección de Cristo, como continuadores de la misión que Cristo confió a sus Apóstoles, porque así el Señor lo dispuso. Los Apóstoles debían morir y murieron como mártires, como testigos de sangre, pero el testimonio que ellos dieron de la resurrección no había de fenecer. Al prometerles Jesús que estaría con ellos hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20), ciertamente pensaba no sólo en los que presenciaron la Ascensión y recibieron su mandato de id por todo el mundo y anunciad el Evangelio y en los que son sus sucesores directos en la dispensación de la gracia de Dios –los Obispos y los Presbíteros–, sino en todos los miembros de la Iglesia, quienes también son partícipes en la misión de evangelizar, y por ende, de dar testimonio de la resurrección del Redentor. Para esta misión contamos con la oración sacerdotal de Cristo, quien pidió a su Padre: No ruego sólo por éstos –los Apóstoles– sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en Mí (Jn. 17,20). Cristo oró por nosotros, los que hemos creído en la predicación de los apóstoles, los que estamos edificados sobre el fundamento de los apóstoles, los que creemos que en virtud de su resurrección hemos sido justificados; en una palabra, oró por todos los que habían de creer no sólo en que Cristo ha resucitado sino en que Él mismo es la Resurrección y la Vida, y que por tanto, habían de convertirse en testigos de la resurrección.

Ahora bien, puede alguno objetar que es imposible que nosotros, las generaciones pasadas y las futuras puedan considerarse testigos de la resurrección de un muerto cuando para ser testigos fiables hace falta la presencia real en el acontecimiento, hace falta presenciar el suceso. De hecho, la palabra testigo, según el diccionario de la Real Academia Española, en primer lugar señala a «la persona que presencia y adquiere verdadero conocimiento de una cosa», y, segundo, a «la persona que da testimonio de una cosa». Sin embargo, en las dos acepciones podemos considerarnos con toda certeza auténticos testigos de la resurrección y contemporáneos a la misma, porque aunque no estuvimos presentes el primer Domingo de Gloria y aun sin haber tenido un conocimiento inmediato de su resurgimiento de entre los muertos, por la fe nosotros debemos decir al mundo «vimos y somos testigos» y «damos testimonio sabiendo que nuestro testimonio es verdadero». ¿Cuáles son las razones? Principalmente el hecho de que hemos sido resucitados con Cristo en el Bautismo, lo cual significa que estuvimos presentes en la mente divina el día de su resurrección, y hemos sido constituidos testigos por el Sacramento de la Confirmación, cuando recibimos al Espíritu que testifica que Dios ha levantado a Jesús de entre los muertos.

3. Cualidades del testimonio que de la resurrección deben dar los religiosos

Para que seamos eficaces testigos, testigos dignos de crédito, ¿cómo tiene que ser nuestro testimonio de la resurrección? ¿Cómo tiene que ser el testimonio que tiene que dar toda religiosa y todo religioso, y más cuando se trata de misioneros, de la resurrección de Cristo?

– Este testimonio debe ser permanente: constantemente debemos vivir como resucitados y para ello es indispensable que siempre estemos resucitados con Cristo por la gracia. Si pecamos anulamos los efectos de la resurrección en nuestra alma, y nuestro testimonio no es permanente porque Dios no permanece en nosotros.

– Este testimonio debe ser evidente: nuestras obras deben manifestar nuestra fe en la resurrección de Cristo, fe que se identifica con la esperanza segura de nuestra propia resurrección el último día. Tu hermano resucitará, dijo el Señor a la hermana de Lázaro. Sí, Señor, sé que resucitará en el último día, le respondió con esperanza Santa Marta a Jesús. Nuestro comportamiento es la mejor predicación de la resurrección de Cristo: Brille vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mt 5,16), Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 14).

– Este testimonio debe ser racional, ya que debemos saber dar las razones de nuestra fe en la resurrección, que es un milagro apologético: Si Cristo no ha resucitado, luego vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe. Y somos hallados falsos testigos de Dios, pues hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Jesús si los muertos no resucitan (1Cor. 15,14).

– Debe ser una imitación del testimonio de Jesucristo, el testigo fiel (Ap 3, 14), como le llama el Apocalipsis y de quien San Pablo afirma que dio testimonio ante Pilatos: Te mando en la presencia de Dios que da la vida a todas las cosas, y de Jesucristo que dio solemne testimonio ante Poncio Pilatos… (1Tim. 6,13).

– Debe ser hasta la sangre, si así Dios lo dispusiese. Vimos cómo testigo y mártir son sinónimos en su origen etimológico. Los apóstoles, nuestros modelos, fueron mártires hasta dar la vida. En nosotros también tiene que darse eso: el testimonio de Cristo debe llegar a ser para nosotros un martirio cotidiano, con los sacrificios y cruces que implica la fidelidad a dicho testimonio. Es un testimonio que implica muerte a nosotros mismos, y que se puede transformar en cruento en este siglo de persecuciones, pero por sobre todo, es una muerte que vivifica, porque este testimonio es vida, es santidad.

– Debe ser como el que dieron los Apóstoles, es decir, «con gran fuerza», con «dinamis», como dice el texto griego: Y con gran fuerza daban los apóstoles el testimonio de la resurrección del Señor, en la frase ya citada (He 4,33).

– Debe ser un testimonio humilde, como el de los mártires, los más perfectos atestiguadores de la verdad de la resurrección. De hecho, la mayoría de los mártires, en un primer momento, cuando tomaban plena conciencia de que iban a padecer el martirio por Cristo, rehusaban ser considerados como tales, como testigos, rechazando ese título por humildad. Así sucedió con los Mártires de Lyón, así con los Mártires de Barbastro –que se consideraban indignos de gracia semejante–, así con San Ignacio de Antioquía, quien camino al martirio, humildemente decía: «Ahora comienzo a ser discípulo».

4. ¿Cómo se ve desvirtuado este testimonio?

– Cuando no se vive la alegría de la cruz, olvidándose de que «por la cruz se va a la luz», que es lo mismo que nos enseñaron los Apóstoles al decir que es preciso pasar por muchas tribulaciones antes de entrar en el Reino de los cielos (He 14, 22).

– Cuando los consagrados no viven auténticamente los votos.

– Cuando los religiosos no viven el día Domingo como día de la resurrección y por tanto, no saben enseñar a santificarlo a los demás.

– Cuando no se vive el espíritu de la ley nueva.

– Cuando no se vive la Santa Misa, en la cual el Resucitado se hace nuestro contemporáneo y nos comunica la fuerza espiritual de su resurrección corporal.

– Cuando no vivimos en la libertad de los hijos de Dios que Cristo nos obtuvo a través de su victoria sobre la muerte.

– Cuando no cantamos con nuestra vida el Cántico Nuevo.

– Cuando no vivimos la alegría ni la virtud de la eutrapelia.

– Cuando no vivimos la caridad exquisita y heroica: El que no ama permanece en la muerte (1Jn 3,14).

– Cuando no confiamos en Cristo que ha vencido a la muerte y al mundo: Ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe (1Jn 5,4 ); en el mundo tendréis tribulación, pero confiad, yo he vencido al mundo (Jn 16,36).

5. Consecuencias de nuestra fidelidad a este testimonio

Nos tratarán como a locos, como a los Apóstoles. Cuando el gobernador Festo, tiempo después de descubrir que el problema con su prisionero Pablo era que allí había una serie de discusiones con los judíos acerca de la propia superstición sobre un tal Jesús, ya muerto, de quien Pablo afirmaba estar vivo (He 25, 29), al intentar San Pablo convencerle de que le había visto, gritando le dijo: Tú estás loco, Pablo, las muchas letras te han trastornado el juicio (He 26,24).

Cuando tengamos que predicar en los areópagos modernos de la cátedra, de los medios de comunicación, no creerán en nuestra palabra como le sucedió a San Pablo en el Areópago de Atenas: (los atenienses) al oír lo de la resurrección de los muertos, unos se burlaron de él, otros dijeron: sobre esto ya te oiremos otra vez. Así Pablo salió en medio de ellos. Pero algunos hombres se adhirieron a Él y creyeron, entre ellos Dionisio Areopagita, una mujer llamada Damaris y algunos otros con ellos (He 17,32–34).

Pero no importa. Entonces seremos felices al tener parte en la suerte de nuestro Maestro, al participar de la octava bienaventuranza. Somos misioneros, es decir, enviados con la buena noticia de que Cristo está vivo y que sólo en Él hay salvación.

Nos tratarán de mentirosos, pero sabremos que nuestro testimonio es verdadero, porque no es nuestro sino de Dios. En efecto, nosotros somos «co–testigos», testigos secundarios, porque el principal testigo es el Espíritu Santo: Mas cuando venga el Consolador que yo os enviaré, el Espíritu de verdad que procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí, y vosotros atestiguaréis también, pues habéis estado a mi lado desde un principio (Jn 15,26). El Espíritu es el que testifica. Nadie puede decir Jesús es Señor si no es en el Espíritu Santo (1 Co 12,3). Y en el caso de que Dios nos diera la gracia de testimoniarle hasta la muerte –¡qué predicación perfecta es para el religioso y para el misionero el sellar con la sangre el Evangelio predicado!–, tampoco debemos temer, porque será el Espíritu Santo quien hable por nosotros: No seréis vosotros los que hablaréis sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable por vosotros (Mt 10,20).

Entonces seremos completamente felices, porque siempre habrán nuevos «Dionisio Areopagitas» y nuevas «Damaris» que crean en la resurrección; siempre habrá personas angustiadas y tristes por la muerte de seres queridos o por la desesperación de este mundo, a los cuales podamos consolar con el consuelo con que nosotros somos consolados, es decir, con la esperanza de la futura resurrección; siempre habrá muertos del alma a quienes podremos resucitar llevándolos a la gracia, a los sacramentos, como meros siervos inútiles; en definitiva, seremos completamente felices, porque a nosotros los religiosos, el Señor nos promete que en la Resurrección tendremos el fruto de tantos sacrificios.

Las penas, los trabajos, los sacrificios… ¿Qué importan? Mientras anunciemos al que dijo: Yo soy la resurrección y la vida, y confesemos con el Credo: «espero la resurrección de los muertos», nada debe apenarnos. Nos consuela aquello que el poeta Prudencio, el Cicerón cristiano como se lo ha llamado, escribiera hermosamente en su Peristephanon o Himnos a los Mártires: «Cristo bueno jamás negó cosa alguna a sus testigos; testigos a quienes ni la dura cadena ni la misma muerte arredró jamás para confesar al Dios único aun a costa de su sangre. ¡De su sangre! Mas este daño bien pagado está con más larga luz de gloria» (I, 19–24).


[1] cfr. Mt. 28,11–15.

[2] Tract. in. Epist. Io. 1,2.

[3] Mart. Polyc., VI,2.