tres palabras

Tres frases de tres palabras cada una

Homilía enviada para la primera Misa del Padre Alwin Ambu, primer sacerdote del Instituto de la India, 16 de Junio 2013.

El misterio del sacerdocio católico puede conocerse, por lo menos en parte, con tres frases de tres palabras cada una.

Enseña Santo Tomás que «El sacerdote tiene dos actos: Uno, principal sobre el Cuerpo real de Cristo, otro, secundario sobre su Cuerpo Místico»[1]

. Los poderes tremendos que posee el sacerdote, ontológicamente, por haber recibido la imposición de manos de un Obispo, es sobre Jesucristo. Primero, sobre el Cuerpo físico de Jesucristo en la Eucaristía, y, segundo, sobre el Cuerpo místico de Jesucristo, que es la Iglesia, por la predicación de la Palabra de Dios, la administración de los demás sacramentos que le corresponden al sacerdote ministerial, en particular, por la Reconciliación, Penitencia o Confesión por el que puede perdonar nuestros pecados y la guía pastoral.

 1ª. Primera frase de tres palabras: «Es mi Cuerpo».

En la ciudad de Jerusalén, en el lugar que desde ese entonces se llama “Cenáculo”, o sea, ‘lugar de la Cena’, el Señor Jesús, la víspera de su Pasión, tomó pan en sus manos, diciendo: “Tomad y comed, todos de él, porque esto es mi Cuerpo…”. Luego de nuestro Señor, miles y miles de sacerdotes hicieron memoria de esto, los Apóstoles –entre ellos Santo Tomás Apóstol que lo enseño aquí en la India-, los Apologistas, los Santos Padres y Doctores, los sacerdotes mártires de todas las persecuciones en las cárceles, ‘gulags, campos de concentración del mundo entero, que han constituido y constituyen la flor y nata de la humanidad. Hace 2.000 años que una pléyade de sacerdotes hace lo mismo que hizo Jesucristo en la Última Cena. Toman en sus manos un pedazo de pan, dicen: «…es mi Cuerpo…» y el pan se transustancia, por el poder divino, en el Cuerpo del Señor Jesús. Y así será hasta el fin de los tiempos.

Luego nos lo da a comer ya que la Eucaristía es alimento para el alma, que nos nutre, nos fortalece, nos consuela y nos enseña a imitar a Jesús.

Y Jesús está presente bajo la apariencia de pan y de vino, no de cualquier manera, sino de una manera precisa, determinada y muy bien definida: Está presente verdadera, real y sustancialmente.

¿Qué quiere decir que está presente verdaderamente? Quiere decir que Cristo no está como en un cuadro con su figura, sino que es el mismo que nació de María en Belén, que murió en la Cruz y que resucitó al tercer día.

¿Qué quiere decir que está presente realmente? Quiere decir que Cristo no está presente porque así lo imaginemos, o por una mera fe subjetiva, sino porque Él lo dijo: «El que como mi carne…tiene vida eterna» (Jn 6,54).

¿Qué quiere decir que está presente sustancialmente? Quiere decir que Cristo no está presente después de la Consagración bajo el pan, de manera virtual, por los buenos efectos que produce en el alma, como de alguna manera están presentes nuestros ríos en los tanques de agua de nuestras casas, sino que está presente con todo su ser, sustancialmente y no sólo por los efectos buenos que produce.

 2ª. Segunda frase de tres palabras: «Es mi Sangre».

          Acabada la cena dijo: «es [el cáliz de] mi Sangre». La doble consagración del pan y del vino hacen presente otra realidad de la Eucaristía: No sólo es banquete, es decir, comida y bebida, sino, también, es sacrificio, perpetuación del sacrificio de la Cruz. Por eso se dice en las palabras de la consagración que se trata, por un lado, del «…Cuerpo, que será entregado por vosotros…», y, por otro lado, de la «…Sangre…que será derramada por vosotros». Cuerpo entregado, Sangre derramada y uno –el Cuerpo- separado del otro –la Sangre-, en todos los idiomas del mundo es sacrificio. Esto es también lo que les trajo a ustedes Santo Tomás Apóstol: ¡El único Sacrificio de Jesucristo! Y en este día, y ahora, se los trae el Padre Alwin.

         De tal modo es la perpetuación del sacrificio de la Cruz, que como enseña Santo Tomás: «Los efectos que la Pasión produjo en el mundo, los hace este sacramento en el hombre»[2], porque lo que mereció Jesús en la Cruz se aplica a nosotros en la Misa, a través de los tiempos y generaciones, hasta el fin del mundo. De allí que enseñe la Liturgia:

«[…] cada vez que celebramos

este memorial del sacrificio de Cristo

se realiza la obra de nuestra redención»[3].

         La Misa, sacrificio propiciatorio, se ofrece a Dios, por los vivos y por los difuntos.

 3ª. Tercera frase de tres palabras: «Yo te absuelvo».

Jesús hubiese podido determinar que el ángel fuese sacerdote en lugar del hombre. Sin embargo, eligió a este último para que pudiese compadecerse de los ignorantes y extraviados, por cuanto él «está también rodeado de flaqueza» (Heb 5,2), y de entre los hombres «eligió a los más miserables y despreciados para confusión de los fuertes, para que tanto más luzca el poder de la divina mano, cuanto más vil es el instrumento de que se sirve»[4] de modo que «nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Co 1, 29).

Y les dio po­deres tremendos, como hemos visto: no sólo el poder de convertir el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Jesús, sino también el poder de perdonar los pecados: «a quien perdonéis los pecados, les serán perdonados, a quienes se los retengáis, les serán retenidos» (Jn 20,22-23).

Jesús sabía que muchos de sus hijos, por causa de la debilidad de la naturaleza humana, herida por el pecado original, luego del Bautismo iban a perder la gracia santificante pecando mortalmente, y que muchos de ellos, arrepentidos como el hijo pródigo, querrían volver a ser amigos de Dios, a vivir unidos a Él por la Gracia.

Para hacer posible esto instituyó el sacramento de la Penitencia llamado también Confesión o Reconciliación, que nos devuelve la gracia santificante perdida por el pecado mortal, cuando arrepentidos confesamos los pecados al sacerdote.

Así como solamente los sacerdotes pueden celebrar la Santa Misa, así solamente ellos, de manera ordinaria, pueden perdonar los pecados graves y mortales.

La Misericordia de Dios es infinita, no tiene límites por muy grandes que sean nuestros pecados; si verda­deramente estamos arrepentidos de ellos Dios nos perdona de corazón. «Aunque tus pecados sean rojos co­mo la grana, yo los volveré blancos como la nieve» (Is 1,18). Dios no quiere «la muerte del pecador sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). Para eso vino Jesús, para salvar a los pecadores, pues «no son los sanos los que tienen necesidad de médico sino los enfermos» (Mt 9,12); por eso «hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia» (Lc 15,7). «Sólo uno podría desconfiar de obtener el perdón, y sería aquel que se sintiese más malo que bueno es el Señor».[5]  Es decir, quien creyere que la bondad del Señor no alcanza a cubrir su maldad, tendría en muy poco e imperfecto a Dios.

Este sacramento de la Reconciliación es como la tabla a la que se prende el náufrago para no morir aho­gado; «es la última tabla de salvación en medio de las tempestades de este mundo pervertido».[6] «La confesión es la puerta del Cielo».[7]

El primer método para que uno vaya siendo cada vez más bueno «es hacer buenas confesiones y bue­nas comuniones», decía San Juan Bosco. Porque recibiendo bien estos sacramentos uno se va haciendo santo. No por nada es Don Bosco el primer santo del siglo XX que tuvo la gloria de ver a un discípulo suyo, el joven Santo Domingo Savio, sobre los altares; éste último así nos alienta: «empéñate en confesarte bien, y verás de cuánta alegría se inundará tu alma».[8]

Una de las últimas recomendaciones que San Luis, Rey de Francia, le hizo a su hijo Felipe, fue: «con­fiésate a menudo».[9] «Es el medio más eficaz de todos y verdaderamente indispensable para conservar pura y limpia nuestra conciencia».[10]

Para confesarse bien hay que hacer previamente un examen de conciencia en orden a recordar los pecados cometidos, que «en pieza donde entra mucho sol no hay telaraña escondida»,[11] decía Santa Teresa de Jesús; luego, dolerse de haber ofendido al Señor haciendo el propósito de no volverlos a cometer con la ayuda de Dios; y, finalmente, decirlos al sacerdote, cumpliendo luego la penitencia recibida.

Con toda confianza acudamos a los sacerdotes en la Confesión. Es a ellos a quienes dijo Jesucristo: «lo que lo que atareis en la tierra será atado en el Cielo y lo que desatareis en la tierra quedará desatado en el Cielo» (Mt 18,18). El sacerdote es juez, y para «atar y desatar» hay que conocer la soga y el nudo, es de­cir, los pecados, y si hay o no arrepentimiento de los mismos.

Pero en la Confesión, además de juez, el sacerdote es médico, ¿cómo curaría el alma si no se conoce su enfermedad? También es maestro porque enseña, aconseja y corrige, ¿cómo hacerlo si no sabe lo que el penitente ignora, lo que necesita o en lo que falta? Y por último, es padre misericordioso, que busca el aprovechamiento espiritual de sus hijos penitentes a quienes da el pan de la Palabra de Dios, ¿cómo hacerlo si desconoce qué es lo que puede asimilar?

Esto lo enseñó y practicó también aquí, Santo Tomás Apóstol y lo hará también el P. Alwin porque recibió ese poder tremendo con la ordenación, de tal manera, que si el mismo Jesús en persona se sentase a perdonar los pecados y en otro confesionario lo hiciese el P. Alwin, tanto perdona éste como perdona Jesucristo, porque el P. Alwin lo hace en nombre de Jesucristo y con el poder recibido del mismo Cristo, por la imposición de manos.

Quiero decir, además, que Dios ha bendecido y seguirá bendiciendo mucho a este pueblo y a su párroco que han dado como su fruto más espléndido a este sacerdote, y bendecirá con la salvación eterna a su familia hasta la tercera y cuarta generación, como dicen San Juan Bosco y San Luis Orione.

¡María Santísima nos bendiga abundantemente a todos! ¡Y recemos siempre por este nuevo sacerdote y por todos los sacerdotes del mundo!


[1] In 4 Sentent. Dist.24, q. 1, a. 3, ad 1; cfr. Supp. Q.36, a. 2, ad 1: «sacerdos habet duos actos: unum principaliter supra corpus Christi verum; et alterum secundarium supra corpus Christi mysticum». Volume 9, Ed. Studio Domenicano, Bologna 2001, 58-59.

[2] S. Th., III, q. 79, a. 1, c.

[3] Misal Romano, Barcelona17 2001, II Domingo del tiempo ordinario, 365.

[4] Nicolás Mas­cardi, S.I, Carta y Relación (1670) en: Guillermo Furlong, Nicolás Mascardi, S.I, y su Carta -Relación (1670), Ed. Theoría, Buenos Aires, 1995, pp. 130-131

[5] Frigel Grazioli, Modelo de Confesores, Ed. Ibérica, Madrid, 1944, p. 85.

[6] San Pedro Julián Eymard, op. cit., p. 1093.

[7] San Antonio de Padua, Sermón acerca del alma penitente, II, 19; en Los Sermones, t. I, ed. El Mensajero de San Antonio, Buenos Aires, 1995, p. 97.

[8] San Juan Bosco, Vida de Domingo Savio, cap. XII.

[9] Testamento espiritual a su Hijo.

[10] Frigel Grazioli, Modelo de Confesores, Ed. Ibérica, Madrid, 1944, p. 96.

[11] Libro de la Vida, c. 19, 2.