Tú tienes palabras de Vida Eterna
Queridos hermanos, nos encontramos en este domingo con un Evangelio realmente muy hermoso de Nuestro Señor. Es al término del tan conocido sermón del Pan de vida. Allí, Nuestro Señor enseña por primera vez la realidad de la Eucaristía que Él iba a instituir, el día del Jueves Santo, al decirles con toda claridad que su Carne iba a ser comida y su Sangre iba a ser bebida, y que esa Carne y esa Sangre serían “para la vida del mundo” (Jn 6,52). Al oír esto, muchos de sus discípulos decían: «es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» (Jn 6,60). Y entonces Nuestro Señor, que conocía sus pensamientos, va a darles la clave de interpretación del sermón del pan de vida.
La clave no estaba en una interpretación material de las palabras, sino en una interpretación sobrenatural que brota de la fe, y les dice: «el Espíritu es el que da vida, la carne de nada sirve» (Jn 6,63). Los que estaban allí, que se escandalizaron, entendían de manera carnal lo que debe ser entendido de manera sobrenatural: «Las palabras que os dije son espíritu y vida, pero hay entre vosotros algunos que no creen» (Jn 6,63), como pasa en todas las comunidades, de todos los tiempos. Siempre hay gente que, aparentemente, forma parte de la comunidad, pero les falta lo principal: la fe viva, intrépida, en Nuestro Señor. Y allí, Juan hace una anotación bastante importante: «Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar» (Jn 6,64). Y estos dos hechos están relacionados. El que no cree lo va a entregar a Jesús. Tal vez no sea hoy, ni será mañana, pero será la semana que viene o el año que viene… ¿por qué? Porque ya lo ha entregado en su corazón. Al no creer, y no tener fe, ya lo ha traicionado, y por eso lo va a entregar.
En ese momento crucial de la predicación de Nuestro Señor, sobre todo porque era la enseñanza del misterio que “hace” a la Iglesia y que iba a “ser hecho” por la Iglesia, el misterio de la Eucaristía, muchos de sus discípulos se alejaron de Él y dejaron de acompañarlo. Jesús, al igual que nosotros, ha conocido lo que es el fracaso apostólico, pastoral. Uno se esfuerza por hacer todas las cosas lo mejor posible, y no obtiene la respuesta que esperaba, porque se encuentra muchas veces con la dureza de los corazones, que no quieren dar el paso para creer; o la dureza de las conciencias, que no quieren dar el paso para convertirse y siguen afirmándose en su propio juicio, aún en contra de las palabras de Jesucristo. Y allí es cuando Jesús va a hacerle una pregunta a los Apóstoles, pregunta que responderá Pedro.
«Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”» (Jn 6,67). Jesús no quita la libertad a nadie. No se la quitó a los Apóstoles. Lo mismo pasa con nosotros. No nos quita la libertad cuando decidimos la vocación, ni cuando entramos al noviciado, o al Seminario; ni siquiera cuando somos sacerdotes. Nunca jamás Jesús nos quita la libertad. Y por eso Él quiere y espera que nuestra respuesta sea en la libertad, porque quiere que sea una respuesta responsable, consciente; una respuesta en el amor; y si no hay libertad no hay amor.
Y entonces allí Simón Pedro le respondió: «Señor, ¿donde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68). Palabras muy hermosas, donde se expresa en forma de apotegma la realidad de Jesús, y cuál debe ser el centro de nuestra fe.
San Pedro se dirige a Él de manera personal, así como Jesús se había dirigido de manera personal a ellos. «Tú…», le dice. Usa un pronombre personal. Se dirige a su persona, no es una teoría, ni una elucubración de laboratorio. No es una creencia, es una persona: «Tú…». Y ese «Tú…», en ese momento y en labios de Pedro, tiene una resonancia del todo particular porque un instante antes lo había llamado «Señor…¿a quién iremos?…». Ese «Tú…» ¡es el Señor! Que en griego es Kyrios, y que ya los LXX lo habían utilizado, cuando habían traducido la Biblia del hebreo al griego un siglo antes de la venida de Nuestro Señor, porque el griego era la lengua franca; cada vez que aparecía en hebreo el tetragrama sagrado “Yahvé” habían traducido por “Kyrios”. Kyrios es el Señor. Kyrios es Yahvé. Kyrios es Dios. Cosa que incluso refuerza instantes después cuando dice: «y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». El Santo, Qadosh, es Dios mismo.
«Tú tienes…»: No como algo accidental, advenedizo u ocasional, sino como algo constitutivo, esencial y característico. ¿Qué es eso que tiene Jesucristo como algo característico y sustancial? Tiene «Palabras de vida eterna». Es decir, palabras que dan vida y son vida. Y no dan una vida cualquiera, sino que dan ¡la vida eterna! De tal modo, que no son palabras que pasan y mueren, ni cambian, sino que permanecen y permanecerán a través de los siglos y siglos: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35). Ahora estamos agobiados por toda una avalancha de esta cultura de la muerte, por ejemplo, del New Age, que se manifiesta aún dentro de algunos miembros de la Iglesia Católica. Y da la impresión de que nosotros quedamos desfasados, fuera de moda… ¡y los que están fuera de moda son ellos! Porque eso va a pasar como pasaron tantas cosas. Sin embargo, las palabras de Cristo no pasarán, porque son «palabras de vida eterna». Y son palabras que no son débiles, como son las de los hombres, que hoy dicen una cosa y mañana dicen otra; juegan con las palabras… Son los juglares de las ideas. Es como si Pedro dijese: – “Tú tienes palabras que no pasarán”.
Además, decir «Tú tienes palabras de vida eterna», es como decir: – “Tú sólo eres el que tiene palabras de vida eterna”. Y ‘sólo’ en el sentido de que ninguna palabra de Jesús deja de ser palabra de vida eterna, también cuando enseña la existencia del infierno y de la condenación eterna; también cuando habla de la santidad y la sacralidad del matrimonio; también cuando habla de la primacía de la caridad; también cuando habla del juicio final… Todas las palabras de Jesús son palabras de vida eterna. Y por eso debemos hacer carne en nosotros todas las palabras de Jesús, porque sólo son palabras de vida eterna. Ninguna palabra de Jesús es pasajera, cambiable, trivial, superflua.
Y es también como si dijese: – “Tú eres el único que tiene palabras de vida eterna”. No hay otro que las tenga. Ningún otro, porque ningún otro es Dios, y ningún otro ha enseñado esa doctrina admirable como la ha enseñado Nuestro Señor, ni ha hecho milagros y profecías para mostrar la verdad de lo que enseñaba, como lo hizo Él. Él es el único. Todos los grandes hombres de la historia del mundo y de nuestra patria, no tienen, ni siquiera todos juntos, palabras de vida eterna. ¡El único es Jesús!
Y además podemos y debemos entender: – “Tú tienes siempre palabras de vida eterna”. Con la misma fuerza con que sonaron estas palabras en ese diálogo maravilloso entre Jesús y los apóstoles, sobre todo San Pedro. Con la misma fuerza primigenia con que se escucharon esas palabras por primera vez, esas palabras se siguen escuchando a través de los siglos, y se seguirán escuchando, porque son palabras que no mueren, que no pierden fuerzas, que no necesitan que alguien les dé fuerzas… ¡porque son palabras de vida eterna!
Y ese tiene que ser nuestro convencimiento más profundo. Si no, mereceremos el reproche que, en su siglo, hacía el gran teólogo Melchor Cano, que se quejaba de la actitud de ciertos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos responsables en aquel tiempo, como lo son ahora, del relajamiento de la vida cristiana, de la pérdida de identidad, de ir a buscar en otros lados lo que sólo se encuentra en Jesús. Decía él de estos hombres, que son hombres que en el fondo no creen, y, por tanto, en el fondo traicionan: «Una de las causas que me mueven a estar descontento de estos padres… es que a los caballeros que toman entre manos en lugar de hacerlos leones los hacen gallinas, y si los hallan gallinas los hacen pollos. Y si el turco –los musulmanes– hubiera enviado a España hombres a posta –a propósito– para quitar los nervios y fuerzas de ella y hacernos los soldados mujeres y los caballeros mercaderes, no enviare otros más a propósito». Porque son justamente los que, por el puesto que ocupan hacen bajar la guardia a la gente y la meten en ese pantano del “pastelerismo”, donde empiezan a tratar de decir que todo está bien, que nada está mal, a hacer componendas, y a destruir la única verdad que salva, que es la verdad de Jesucristo. Y es lo que estamos viendo, incluso aquí. Me decía una señora que escuchó por radio que alguien le pidió una gracia a Judas Iscariote… y ya tiene que haber muchos que le han pedido gracias a la Difunta Correa, o a ‘san’ Rodrigo, o a ‘santa’ Gilda… Es la confusión y la ignorancia; es el aprovechamiento comercial de la credulidad de muchos, por parte de los que no tienen fe y de los que entregan a Jesús y lo traicionan.
Por eso, hagamos el propósito de poner en práctica lo que decíamos en nuestras Constituciones: «Queremos fundarnos en Jesucristo, que ha venido en carne (1 Jn 4,2), y en sólo Cristo, y Cristo siempre, y Cristo en todo, y Cristo en todos, y Cristo Todo» (1).
La Santísima Virgen comprendió como nadie y más que nadie, que las palabras de su Hijo Único, eran todas palabras de vida eterna, que siempre lo serían para todas las generaciones de los hombres, que únicamente Él las tenía y las enseñaba y las participaba a sus discípulos, que no estarían sujetas al vaivén de los tiempos y de las modas, que no envejecerían jamás y que jamás serían superadas, que muchos darían sus vidas por ellas, que ellas nunca jamás defraudarían a nadie. Nos lo recuerde la que guardó en su corazón esas Palabras.
(1) Constituciones, 7.