Conferencia plenaria del padre Carlos Miguel Buela en ocasión de la 4º Jornada de la juventud
Me pareció conveniente para esta ocasión, en la que de manera especial nosotros participamos del Gran Jubileo del año 2000, referirme justamente a lo que constituye el misterio central por el cual toda la cristiandad en este año recuerda justamente los 2000 años de la Encarnación del Verbo.
Y ciertamente que en el mundo no hay cosa más grande que Jesucristo, y por eso creo que la gran experiencia que tienen que hacer los jóvenes de todos los siglos y de manera especial los de este siglo, que serán los jóvenes del tercer milenio, es hacer lo que yo llamo la experiencia de Jesucristo, que es algo muy personal, pero como estoy dirigiéndome a mucha gente, no puedo hacerlo como cuando se habla de uno a uno, sino que va a tener algo de impersonal.
Pero el encuentro con Jesucristo no es así, sino que es el encuentro de Él con cada uno, es en la intimidad de la conciencia, en lo recóndito del corazón y del alma, y por eso es más que personal, es personalísimo, porque no hay dos hombres iguales y por tanto no hay dos encuentros con Jesucristo iguales. El encuentro de cada uno y de cada alma con Jesucristo tiene características singulares, porque somos personas, no somos números, ni robots…
Por eso mismo el encuentro con Jesucristo es único, donde nadie puede ocupar mi lugar, donde soy yo el que tiene que poner los medios para que realmente ese encuentro sea un encuentro real, sea fructífero, sea inolvidable, sea un encuentro que realmente me marque para toda la vida.
Y por eso, a mi parecer, hay determinados puntos que hay que tener presente para que esto sea un encuentro auténtico:
1. Unirse a su Persona.
Cuando conocemos a alguien, conocemos su exterior, su cara, su rostro, vemos su cuerpo; pero no vemos su alma, no vemos «su persona», pero sin embargo lo más importante es «su persona», es su alma.
Nos damos cuenta de cómo es esa alma, de cómo es esa persona, a través de sus actos, de lo que hace, de lo que habla, cuando vemos sus virtudes…. y recién después podemos decir que lo conocemos; de manera similar sucede con Jesucristo.
Muchas veces, lamentablemente, el conocimiento que se tiene de Jesucristo es un conocimiento superficial, de afuera, es cáscara, es barniz. Creemos que conocemos a Jesucristo porque desde chiquitos aprendemos a distinguirlo al ver un crucifijo, pero mientras no lleguemos a su alma, a su corazón, mientras no lleguemos a «su Persona», no lo conocemos realmente.
Conocerlo significa que puedo dar razón de la pregunta: ¿quién es Jesucristo? Jesucristo es el Hijo de Dios hecho hombre, y que es Hijo de Dios quiere decir que es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo tanto unirme a su Persona quiere decir unirme a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; unirme a su Persona es poder dar una respuesta convincente, por estar yo primeramente convencido de qué hizo Jesucristo, de cuál fue su vida, su misión en este mundo, de quiénes fueron los predilectos de su corazón; qué es lo que nos enseñó.
Y así como sucede en el conocimiento humano, que cuando conozco a una persona y en lo profundo, esa persona a su vez, por simpatía, me conoce, porque me he tomado el trabajo de conocerla; del mismo modo acontece cuando lo conozco a Él, tomo consciencia de que Él me conoce, y me conoce no de una manera superficial, no de afuera, no como me conocen los demás que dicen: «es esto, es lo otro», porque se fijan generalmente sólo en cosas exteriores, sino que me conoce en lo profundo, en lo más profundo de mi consciencia, ya que Él es más interior a mí que yo mismo. No hay quien me conozca tanto como Él. Y cuando se da ese conocimiento, necesariamente se sigue el amor: el amarlo, y amarlo como sólo a Dios se puede amar, amarlo con un corazón irrestricto, sobre todas las cosas, con todas las fuerzas del alma, con todas las fuerzas del corazón, con todas las fuerzas de la mente; con un amor afectivo, es decir, con actos de amor de mi voluntad por los cuales yo lo amo y me enamoro de Él y me dejo enamorar; y con un amor efectivo, es decir, haciendo lo que Él quiere. Y ahí descubro también que no sólo me conoce intimísimamente, sino que descubro que me ama intensamente.
En la apertura del Jubileo de los Jóvenes de este año, el 15 de este mes, en Roma, el Papa les decía a los jóvenes: «No piensen nunca que son desconocidos a sus ojos, como simples números de una masa anónima; cada uno de vosotros es precioso para Cristo, Él los conoce personalmente y los ama, incluso cuando no se dan cuenta de ello». Como decía una gran santa, Santa Catalina de Ricci: «Él se consume por darnos sus gracias». Y como en el caso de nuestro Señor estamos en un orden que no es meramente el orden natural, (su cuerpo…) sino que también es sobrenatural (su naturaleza divina, su Persona divina…) el conocimiento que debemos tener de Él es un conocimiento sobrenatural, un conocimiento por la fe, por la esperanza y por la caridad. Por eso es que siempre debemos pedir la gracia de crecer en la fe, siempre debemos alimentar nuestra fe, siempre tenemos que pedir, como pedía aquel del Evangelio: Creo, Señor, ayuda mi incredulidad (Mc 9,14).
En el día de ayer, el Papa, en Tor Vergata, en las afueras de Roma, hablando con los jóvenes, ante dos millones de jóvenes, hizo una pregunta: «En el año 2000, ¿es difícil creer?». Y respondió: «Sí, es difícil, no hay que ocultarlo». Son tantos los ataques despiadados que se reciben a través de los medios de comunicación social contra la fe, que se va haciendo cada vez más difícil la fe católica. Por eso, hay que aprender a tener una fe viva, una fe valiente, una fe operante, una fe intrépida, una fe que puede llevar, como ha llevado a tantos hermanos nuestros en este siglo que pasó, a dar la misma vida por nuestro Señor, siendo mártires, y sufriendo el martirio cruento. Esa fe que nos enseña nuestro Señor, es una fe que nos debe llevar a tener, respecto de Él, distintas características:
a. Confianza. Cuando uno auténticamente cree, puede decir, como el apóstol San Pablo: Todo lo puedo en Aquél que me conforta (Flp 4,13); o como él mismo también dijo: Sé en quién he puesto mi confianza(2Tim 1,12). Por tanto, no basta una fe meramente cerebral, sino que es necesaria una fe que se tiene que hacer vida en nosotros, una fe por la cual nosotros, a pesar de las dificultades que tengamos que pasar, siempre debemos confiar en Él, porque sabemos en quién hemos puesto nuestra confianza. Y por muy difícil que sea la fe en estos tiempos, por muy difícil que sea la fidelidad a Jesucristo, si realmente creemos en Él, no debemos tener miedo: Ánimo –dice en varias partes del Evangelio- no temáis, Yo soy (Mt 14,27).
b. La esperanza, que es la certeza de que si hacemos lo que tenemos que hacer, un día alcanzaremos el premio. Ella es la que debe movernos a hacer actos grandes en toda virtud, con tal de alcanzar el conocimiento de Jesucristo nuestro Señor.
c. El convencimiento de que sólo la caridad, como decía Don Orione, salvará al mundo. Por eso la caridad de Cristo nos urge, nos apremia (2Cor 5,14).
Vivir la caridad como la vivió, por ejemplo, el Beato Hurtado, que supo hacerse todo para todos, buscando a los pobres, a los necesitados, a los ancianos, abriendo ese Hogar de Cristo, que todavía hoy sigue abierto, y que es una maravilla, un monumento a la caridad cristiana.
2. Tener su espíritu.
No basta una unión exterior, ni siquiera basta el cumplimiento externo de determinados ritos o de determinadas obras, sino que hay que tener su espíritu. Pocas palabras hay en la Sagrada Escritura tan graves como aquellas del apóstol San Pablo en la carta a los Romanos: El que no tiene el espíritu de Cristo, ese no es de Cristo (8,9). Puedo venir de una familia muy católica, puedo ser de un ambiente, de una sociedad muy cristiana, puede haber recibido todos los sacramentos habidos y por haber, puedo conocer de memoria el Evangelio y toda la Biblia, pero si no tengo el espíritu de Cristo, no soy de Cristo. Hay que tener su espíritu, por eso el Apóstol insiste Llenaos del Espíritu Santo (Ef 5,18).
Y, ¿cómo sé si tengo el espíritu de Cristo? Sé si tengo el espíritu de Cristo, en tanto y en cuanto vea en mí los frutos del espíritu.
Y, ¿cuáles son los frutos del espíritu?
Lo dice San Pablo en la Carta a los Gálatas Los frutos del espíritu son caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (5,22). Ese espíritu es el mismo reino de Dios, como también dice el Apóstol en la carta a los Romanos El reino de Dios es justicia, paz, y gozo, alegría en el Espíritu Santo (14,17). Por eso, los que son movidos por el Espíritu Santo, estos son hijos de Dios.
3. Asimilar su doctrina.
Recordamos este año que el Verbo se hizo Carne. Y así como el Verbo se hizo carne en Jesucristo, el Verbo también –por así decirlo– se hizo letra en los Evangelios, porque quiso dejarnos documentos escritos, que nos transmiten los Apóstoles y la Iglesia, por la cual, de una manera verdadera, nos llega la verdad cierta acerca de Jesucristo.
Lo que nos obliga a conocerlo para saber defender su doctrina, porque como decía Juan Pablo I, «Hoy de la fe sólo se tiene lo que se defiende».[1] Esto ayer lo recordaba el Papa, en Tor Vergata, a la noche. Quiso dejar a los jóvenes un regalo, para que puedan ser los cristianos del tercer milenio: el Evangelio. Y les decía: «La Palabra que contiene es la Palabra de Jesús. Si la escucháis en silencio, en oración, dejándoos ayudar por el sabio consejo de vuestros sacerdotes y educadores con el fin de comprenderla para vuestra vida, entonces encontraréis a Cristo y lo seguiréis, entregando día a día la vida por Él». Asimilar la doctrina de Jesucristo, es llegar a comprender lo que es el corazón del Evangelio, lo que son las Bienaventuranzas. Comprender el corazón del Evangelio es comprender aquello que es diametralmente opuesto a lo que el mundo quiere. Así, por ejemplo:
– El mundo reclama riquezas: Jesús dice: Bienaventurados los que tienen alma de pobres (Mt 5,3).
– El mundo busca vengarse: Jesús dice: Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra (Mt 5,4).
– El mundo tiene hambre y sed de cosas materiales; Jesucristo dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (Mt 5,5).
– El mundo no perdona; Jesús dice: Bienaventurados los misericordiosos (Mt 5,6).
– El mundo vive en los excesos, y en la idolatría de la carne y del sexo; Jesús dice: Bienaventurados los puros (Mt 5,7).
– El mundo cree que va a solucionar las cosas con guerras, luchas y peleas, y Jesús dice: Bienaventurados los pacíficos (Mt 5,8).
– El mundo cree que lo mejor es el confort, el pasarla bien, y ¿qué me importa lo demás?; Jesús dice:Bienaventurados los que sufren persecución. Alegraos y regocijaos entonces, porque grande será vuestro nombre en los cielos (Mt 5,9).
Él es el único que tiene Palabras de vida eterna (Jn 6,68).
Yo ya tengo años; tanto he escuchado mentir, tanto, por las radios, por la televisión, por los diarios, en los libros, en las conversaciones, en las promesas electorales –yo ya no sé cuántas elecciones he pasado en este país–… ¡Están hablando y les están mintiendo! Sin embargo, están en pose, desayunan con bronce, para tener un busto en la plaza… Y ¡te están mintiendo! ¡Mienten! Jesucristo, no; Jesucristo no miente. ¡Es el único que no miente! Y no solamente no miente, sino que es el único que tiene palabras de vida eterna:El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mc 13,31). Cambiarán las modas, las costumbres, el modo de vestir, se comerá con píldoras, será todo de plástico… vaya a saber las cosas que van a venir todavía… Pero Jesucristo no cambiará; su Palabra no cambia. Yo soy Dios y no cambio (Mal 3,6). Jesucristo es el mismo hoy, ayer y siempre (Heb 13,8). Por eso Él dijo: Yo soy la Verdad (Jn 14,6). Descubrir la sublimidad de la doctrina de Jesucristo, la belleza; la doctrina de Jesucristo es algo tan extraordinario, que aún hoy, después de dos mil años de que Él la ha enseñado, es algo extremadamente actual. Es la única novedad, porque es la cosa más perfecta que se conoce. La sublimidad de la doctrina está dada por varias notas, lo que muestra su excelencia extraordinaria.
a. Por su integridad: da una enseñanza completa sobre Dios, el hombre, el mundo. Resuelve los problemas que más han angustiado a la humanidad en todos los tiempos: cuál es el origen del mundo, del hombre, del mal, cómo se hace para luchar contra el mal, cuál es el sentido de la muerte, cómo hay vida después de la muerte en este mundo, cuál es el fin del hombre.
b. Por su santidad: da normas que regulan perfectamente la vida del hombre. Respecto de Dios, en el culto cristiano, perfectísimo, el culto que el mismo Hijo de Dios Encarnado da al Padre: en espíritu y en verdad(Jn 4,24). Respecto a los hombres, enseñándonos a amar aún a los enemigos: amar a los pecadores, amar a los pobres, que son las grandes señales del amor cristiano. Respecto a nosotros mismos, respetar nuestra dignidad de hijos de Dios, y de tener por el bautismo, una participación en la misma Naturaleza divina, como dice el apóstol San Pedro (2Pe 1,4). Además, nos da medios eficaces para cumplir con esas normas; medios eficaces que son el auxilio externo: el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, su vida y el auxilio interno, la gracia, que nunca falta si nosotros hacemos lo que tenemos que hacer, que nos viene por los sacramentos dignamente recibidos.
c. Por el premio perfecto que nos da en esta vida: el máximo de felicidad que se puede tener en este valle de lágrimas, que es la paz de la conciencia, la alegría del alma, aun en medio de las cruces, y en el otro, la vida eterna, el gozo sin fin.
d. La unidad armónica de todos los dogmas entre sí: de la Santísima Trinidad con la Encarnación del Verbo; el misterio de Jesucristo con el misterio de la Santísima Virgen; el misterio de la Iglesia en el misterio de Cristo; y así, una armonía maravillosa, una armonía de la fe con la razón, de los misterios, con los mismos preceptos de la ley natural.
e. Es aptísima, porque se acomoda a todos los hombres, de todo género y condición, porque es profunda y sencilla. Queda admirado de esa doctrina el sabio, si es verdaderamente sabio, y queda admirado de esa doctrina el hombre de campo, que a lo mejor es analfabeto; de toda nación y lugar, a través de todos los tiempos, en todas las geografías.
Y que muchos no alcancen la santidad que deberían se debe a que los pueblos están apostatando de Jesucristo. Se buscan falsos dioses: el estado, el dinero, el sexo… se cae en la idolatría y así es como van las cosas.
En definitiva asimilar su doctrina es conocer ese monumento que tenemos a nuestro alcance, resumen de toda la fe católica, que es el Catecismo de la Iglesia Católica que deberíamos conocerlo mucho mejor. Asimilar su doctrina es actualizarse frente a los modernos ataques, como por ejemplo los de la New Age, los de las sectas que dicen cualquier barbaridad, que debemos saber refutar.
4. Cumplir sus mandamientos.
El que me ama cumple mis mandamientos (Jn 14,21), no todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino quien cumpla mis mandamientos (Mt 7,21).
Hoy no se cumplen los mandamientos de la ley de Dios. Recuerdo y recordarán algunos que habrán estado presentes, hace años, frente a la catedral de San Rafael, era la fiesta patronal, presidía monseñor León Kruk, quien, en un momento de su discurso, dijo: «La Argentina se arregla con dos cosas –yo me agarraba la cabeza, y decía, si los problemas son tan complejos, ¿cómo con dos cosas solas se va a arreglar?–: con cumplir dos mandamientos: no mentir y no robar». Y tenía razón. Miren si los dirigentes que tenemos dejasen de mentir, y dejasen de meter la mano en la lata… simplemente con eso. Me hizo recordar en ese momento a otro grande de este tiempo, que sufrió campo de concentración: Alexander Solzhenitsyn, en la época de mayor fuerza del régimen soviético, y sin embargo hacía la denuncia contra el régimen, y en uno de sus libros, decía: «¿qué se puede hacer frente a un imperio del mal, a un imperio policial, dominado por la mentira? Nos tenemos que comprometer a una cosa, a no consentir en la mentira». Pero uno decía, pero ¿los misiles que tienen, submarinos atómicos –ahora hay uno en el fondo del mar–? Sin embargo, tenía razón, porque en cuanto se dejó de mentir un poquitito… cayó todo como un castillo de talco, como por implosión.
Y además de que no se los cumple, se los quiere cambiar. Así, el señor Ted Turner, el dueño de la CNN, que tiene mucho dinero y que ahora cambió de mujer –acá en Bariloche estaba con otra, se ve que Jane Fonda ya no le interesaba–, que por tener dinero se cree dueño del mundo, dijo que hay que quitar un mandamiento: «no fornicar», y con eso se definió a sí mismo, puesto que lo que él busca es fornicar, es un viejo verde. También los participantes de la nueva cumbre de la tierra de la reunión preparatoria de las Naciones Unidas, que se celebró en Río de Janeiro entre el 13 y el 21 de marzo de 1997, elaboraron la así llamada «Carta de la Tierra», carta llena de tierra habría que decir… En ella expresan lo siguiente: «hay que elaborar una nueva ética para un mundo nuevo, un nuevo código universal de conducta: reemplazar los diez mandamientos por los dieciocho principios de esta carta». ¡Pero fijense…! ¿Se creerán otros Moisés?, y eso que Moisés –a los diez mandamientos– no los inventó él sino que lo recibió de Dios. ¿Y que proponen como mandamientos, como nueva ética, como conducta del mundo nuevo? Una de las cosas es asegurar la salud reproductiva de las mujeres y las niñas; otra es reconocer el derecho de los homosexuales y lesbianas para unirse legalmente y adoptar niños; también el derecho a la esterilización masculina y femenina; el derecho a la contracepción y el aborto, el derecho a la contracepción post–coital; etc.[2] Lo que es la soberbia del ser humano: esta es la nueva ética, es la nueva porquería que quieren imponer, la globalización, el nuevo orden mundial; quieren imponer los anti–mandamientos de la ley de Dios. También en nuestro país sucede esto, como por ejemplo, las leyes acerca de la salud reproductiva, en las que se olvidan que la caridad es el vínculo de la perfección, o de lo que dice San Juan en esto consiste el amor, en que vivamos conforme a sus mandamientos, este es el mandamiento, que viváis en el amor (2Jn 6).
5. Frecuentar los sacramentos.
Quiero insistir en la importancia del sacramento del bautismo, si alguno acá no está bautizado todavía, quiere bautizarse, hable con la comisión de pastoral que le han de indicar qué es lo que tiene que hacer, qué es lo que tiene que estudiar para bautizarse, ya que hay que bautizarse cuanto antes, bauticen a sus niños cuanto antes, y en caso de peligro de muerte todos tienen el deber de bautizar, basta tener un poco de agua y decir las palabras: «N.N. yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo», y ese queda bautizado, y se va al cielo. Eso es una obligación.
La confesión, habrá acá tal vez algunos que hace muchos años que no se confiesan, porque quizás no hizo la primera comunión, o la hizo pero ni siquiera se confesó; o se confesó mal y desde entonces tiene algún escrúpulo y no quiere confesarse más; o tuvo alguna experiencia negativa por la cual se ha alejado de la confesión. Pero es Cristo el que nos dijo: a quienes perdonen los pecados, les serán perdonados (Jn 20,23). Son palabras de Él, y nosotros tenemos que recibir la gracia del perdón a través del sacramento de la confesión, penitencia o reconciliación. No interesa la cara del ministro, lo que interesa es que cuando el sacerdote dice: «yo te absuelvo…» es Jesucristo el que está perdonando los pecados, y después borrón y cuenta nueva.
Por eso, debemos frecuentar los sacramentos. Decía San Juan Bosco: «los jóvenes se forman con buenas confesiones y buenas comuniones».
Y, ¿la comunión?, ¿cómo no recibir a Jesús que ha querido quedarse presente bajo las apariencias de pan y vino para ser alimento de nuestras almas? «Tomad y comed», «Tomad y bebed». ¡Tomad! ¡Comed! Quiso quedarse como comida y como bebida espirituales, para dar fuerza a nuestra alma. Si caemos en pecado, si nos resulta tan difícil muchas veces luchar contra la moda, tenemos que acudir a la fuente de la gracia, que es Él, y comulgar dignamente, y ahí vamos a recibir la fuerza para hacer lo que tenemos que hacer, «aunque vengan degollando…»,[3] como Santa María Goretti, o el Beato Pier Giorgio Frasatti. Hay que comulgar, y hay que acostumbrarse a ir a Misa todos los domingos. Hay una encíclica hermosísima del Papa acerca del día del Señor, el Domingo (Dies Domini); donde se nos recuerda la obligación de la misa dominical. ¿Y por qué? Porque cuando uno lo recibe a Jesús, se asimila a Él, recibe su luz, recibe su fuerza, recibe el consuelo que Él nos da, y nos da juntamente con la gracia santificante, con el aumento de la gracia santificante, las gracias propias de la comunión, de la Eucaristía. Mi carne es verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida; quien come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y Yo en él (Jn 6,54).
6. Imitar sus ejemplos.
Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Flp 2,5).
Tenemos que aprender a amar como Él: ser cristiano es ser alguien que ama como Jesús. Tenemos que aprender a servir como Él, hasta la muerte. En ser justos, en ser pacientes, en ser mansos, en ser humildes, en sacrificarnos, en llevar la cruz, la cruz de nuestra vida diaria; la cruz, que es el cumplimiento de la ley de Dios; la cruz que es el cumplimiento de los deberes de estado; la cruz que es soportar mis defectos, soportar los defectos de los demás. Como dice también el apóstol San Pablo: Pues, por la momentánea y ligera tribulación, nos prepara un peso eterno de gloria incalculable a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles, pues las visibles son temporales, y las invisibles, son eternas (2Cor 4,17-18).
Sin ir más lejos, ayer, el Papa, le pidió a los jóvenes: «el martirio de ir contra corriente». Agregaba él hermosamente: «en realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad. Es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las decisiones de la vocación más auténticas que otros querrían sofocar –como suele ocurrir con las decisiones a la vida consagrada–; es Jesús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande; la voluntad de seguir un ideal; el rechazo de dejaros atrapar por la mediocridad; la valentía de comprometeros con humildad y perseverancia para mejorar a vosotros mismos y a la sociedad haciéndola más humana y fraterna».
7. Estar en comunión con su Iglesia.
Es Él el que dijo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18). Si nosotros estamos con Pedro, con el Papa, no tenemos que tener miedo, aunque vengan todos los poderes del Infierno juntos, porque las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia.[4] Y es Él el que dijo a los Apóstoles y a sus sucesores: Quien a vosotros escucha, a Mí me escucha (Lc 10,16).
Esa experiencia de Iglesia –que es lo que estamos haciendo nosotros acá– es lo que nos tiene que llevar a conocer por qué es posible esto: es posible esto por Jesucristo, porque Él nos da su espíritu, porque Él nos enseña a ser solidarios unos con otros, porque Él nos enseña que debemos ocuparnos de las cosas del alma, de las cosas importantes, de las cosas que no pasan, de las cosas que no mueren.
La experiencia de Iglesia también es experiencia de que hay mal entre los hombres de Iglesia. Lo dijo el mismo Jesús: habrá trigo y cizaña.[5] Si todos fuésemos, trigo, todo el mundo sería católico. Pero hay trigo y cizaña, entonces, uno tiene libertad. Si uno viese que todos son santos, entonces uno estaría forzado a seguirlo a Jesucristo. Y no es así: vemos en el Colegio Apostólico: estuvo Judas. ¡Trigo y cizaña! Y será así hasta el fin de los tiempos, y el que piense otra cosa, es un utópico. No existe la Iglesia de los solos buenos. La Iglesia es santa porque el principio, los medios y el fin son santos. Pero la Iglesia tiene en su seno a pecadores que somos nosotros. Por eso tenemos que rezar el «yo pecador» al comienzo de cada Misa, por eso tenemos que confesarnos a menudo; no somos ángeles, nacimos con el pecado original, cometemos muchos pecados todos los días, el justo peca siete veces al día (Pr 24,16). Y justamente ver el mal en la Iglesia, que es una de las tentaciones más grandes que puede tener el cristiano, nos tiene que llevar a nosotros a tener más fe en Jesucristo, porque Él ya lo profetizó, lo dijo hace dos mil años: Habrá trigo y cizaña.
Y, ¿qué es lo que tenemos que hacer nosotros? Trabajar para ser trigo. Me dijo una vez un periodista, en un reportaje por televisión: «Ah, yo sería católico, o la gente dice que sería católica, pero resulta que los que van a Misa son malos, son injustos, no pagan esto, no hacen lo otro, etc.». Le dije: «Mirá, entre los Doce, hubo uno, eso significa el 8,66%, lo cual, hablando en plata, en estos momentos, en que somos más de mil millones de católicos, significa que, por lo menos –porque no vamos a ser más que Jesucristo-, tiene que haber 86 millones de falsos católicos. Vos trabajá para no ser uno de ellos». Entonces dijo: «Bueno, vamos a una tanda publicitaria…».
8. Reconocerlo en los hermanos.
Pensemos en primer lugar, en los pobres. Han conocido anteayer los hogarcitos, los niños discapacitados. Obra grande. Se los atiende porque son el mismo Jesús. Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber…(Mt 25,35). Pero no solo tenemos que hacerlo con estos casos límites, los discapacitados; tenemos que reconocerlo en mi esposo, en mi esposa, en mis hijos, en mis nietos, en mis alumnos, en los que nos rodean, porque eso vale para todos: Tuve hambre y me disteis de comer. Estos jóvenes que están sacrificándose en estos días, haciendo la comida para todos nosotros, ¿vieron con qué cariño lo hacen? Entienden que están cocinando para Jesús. Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Cómo se puede dar de comer a tantos? Se puede dar de comer a tantos cuando hay jóvenes que tienen la disponibilidad interior, espiritual, de hacer lo mejor posible por el bien de los hermanos. Este mandamiento tenemos: quien ama a Dios, ama a sus hermanos (1Jn 4,21).
9. Verlo en sus santos.
Esa es una de las cosas grandiosas de la Iglesia: los santos. Cada santo revela un aspecto del rostro de Jesucristo. Nadie como Jesucristo, pero un aspecto de Jesucristo, lo revela. Por ejemplo, San Francisco de Asís, la pobreza; don Orione, la confianza en la Providencia; San Juan Bosco, el amor a los niños y a los jóvenes; Santo Tomás, el amor a la doctrina sagrada. San Pablo, el celo apostólico por las almas, y dispuesto a hacerse anatema por salvar a sus hermanos[6]; los santos de este siglo, los mártires, dispuestos a dar la vida antes de claudicar. Miles y miles de ellos que han derramado su sangre dando testimonio de Jesucristo. ¡Cuántos murieron al grito de viva Cristo Rey!
Ellos nos revelan la fortaleza de Jesucristo, el primer mártir y el prototipo de todos los mártires. Por eso, como dice el Apocalipsis, los santos son verdaderas palabras de Dios (Ap 19,9). Los santos nos revelan a Dios, y son ese ejemplo concreto de lo que debemos ser. Por ejemplo, yo tuve la suerte de conocer a la Madre Teresa de Calcuta, de hablar con ella… era petisita, caminaba con energía… ¡Qué mujer extraordinaria! Había cumplido ochenta años, y me hablaba preocupada ¡ochenta años! porque en Bangladesh, las inundaciones eran muy grandes, y los cadáveres pasaban flotando. Y ella tenía que hacer algo; estaba en Roma, pero tenía que hacer algo. Al día siguiente se reunía con Saddam Hussein, porque llevaba a las Misioneras de la Caridad a Bagdad, para atención de los pobres, en un país islámico, era pobre como una laucha. O Juan Pablo II, ¡qué ejemplo, qué cosa extraordinaria! Trabaja dieciséis horas por día, lo que escribe, lo que sigue haciendo… Ayer, cuando llegó a Tor Vergata en las afueras de Roma, estaban los dos millones de jóvenes, recorrió durante mucho tiempo en jeep, para que los jóvenes lo pudiesen ver de cerca, aunque tenían pantallas gigantes. Después, quiso ir caminando, con su bastón, a subir al lugar donde iba a hablar; desde allí saludó a todos. Dice el Zenit –el noticiero de Internet– que lloró al ver a tantos jóvenes que gritaban. Al final improvisó unas palabras: «Roma nunca se va a olvidar de este ruido». Es la peregrinación más numerosa que ha habido en toda la historia de la Ciudad Eterna.
Por eso, como los santos, cada uno tiene que aprender este día a decir: «Señor, ¿qué quieres que haga?». Como la Virgen: He aquí la servidora del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). «Señor, quiero escuchar tu palabra, y quiero ser fiel a esa palabra, y hacer lo que quieras, aunque sea algo que cueste, y que me cueste mucho».
10. Amar a su Madre.
Aquél que ama a la Santísima Virgen puede tener la certeza de que Ella se las ingenia para llevarlo a Jesucristo. Tuve también la dicha este año de conocer a sor Lucía, una de las videntes de Fátima, la única que vive, tiene noventa y tres años. Arrugadita como mi mamá, que cumple ahora noventa años. Lúcida, tenía una felicidad… Pensar que ella había jugado con los primos que el Papa beatificó en esa ocasión. Mujer santa, devotísima de la Virgen; la Virgen, nuestra Madre, se le apareció, y transmitió un mensaje actualísimo para los hombres de este siglo: «rezad el Rosario todos los días»; «ofreced sacrificios por los pecadores». Y en la tercera parte del secreto revelado recientemente, el ángel dice con fuerza: «¡Penitencia, penitencia, penitencia!».
¿Queremos conocer a Jesús? Amemos a su Madre, escuchémosla, y sigamos los pedidos y consejos de Ella: recemos el Rosario todos los días, hagamos penitencia, ofrezcamos sacrificios por la salvación de los pecadores.
Y allí (en Fátima), en esa explanada enorme, delante de un millón de personas, el Papa recordó la frase de la Santísima Virgen: «hoy muchas almas se condenan, porque no hay quien rece por ellos».
Hoy vamos a tener la experiencia, a mi modo de ver, más linda de estas jornadas: la Santa Misa, a la tarde. Que ninguno, por temor o por el problema que sea, deje de acercarse a la confesión para poder recibir a Jesús en la Santa Comunión, y hacer santos propósitos, y comenzar a conocer mejor al único Señor que merece ser servido, Jesucristo.
[1] Albino Luciani, Ilustrísimos Señores (Madrid 1978) 93.
[2] cfr. AICA, del 30 de abril de 1997.
[3] José Hernandez, Martín Fierro, I.
[4] cfr. Mt 16,18.
[5] cfr. Mt 13,25ss.
[6] cfr. Ro 9,3.