«Y Tú, ¿quién eres, Señor?»
En la intimidad de nuestro corazón y con toda confianza muchas veces le hemos pedido al Señor que nos diga Él mismo quién es. Y aunque obtengamos respuesta, insaciables, hemos de volver a inquirir porque «es grande el misterio de la piedad» (1Tim 3,16) y es tan inefable, que nuestro corazón vuelve una y otra vez a preguntarle al Salvador por Él para tratar de comprender «en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad… del amor de Cristo, que supera todo conocimiento» (Ef 3,18–19).
En este caso, brevemente nos detendremos para inquirir acerca de su personalidad, sus enseñanzas, sus milagros, sus profecías y sus frutos más espléndidos.
1. Su personalidad
Realmente no hay ningún otro ser que sea tan subyugante, tan atrayente como nuestro Señor Jesucristo. Nadie ha suscitado ni suscitará durante tanto tiempo ni en tal alto grado una admiración tan sincera ni tan legítima como la despertada por Jesús. Incluso en estos tiempos de tanto materialismo, Jesucristo reúne a su alrededor, todos los domingos, más seguidores que los partidos políticos en sus actos más esplendorosos.
Siempre mueve a admiración por su poder, por la fuerza de su personalidad, por su hombría y virilidad, por la nobleza de su distinguido carácter y por la plenitud de su riqueza interior. Siempre y en todo momento aparece lleno de majestad y sin embargo tan cercano; justo, pero lleno de misericordia; dulce, no obstante su acerada firmeza; lleno de paciencia, pero en su momento, de santa ira; siempre con la misma pureza y, sin embargo, capaz de infinita ternura; delicada prudencia, unida a un invencible coraje; magnánimo y humilde al mismo tiempo; en fin, hecho tanto al trabajo como al vivir más rudo y simultáneamente lleno de exquisita sensibilidad.
Se muestra como varón en Nazareth: por su nombre, por su oficio, por los esfuerzos de su predicación ambulante, por su viril modo de vivir. Como varón consagrado a la misión de su vida: inquebrantable en su largo esperar, seguro de su vocación, Señor en la obediencia a Dios, fiel a su misión, poderoso en obras y palabras, fundador del Reino de Dios. Como varón frente a la mujer: por su fuerza viril consagrada a Dios, por sus santos y caballerescos sentimientos. Como varón ante Dios: por su piedad sencilla, clara, sustancial, sólida, preocupada por los asuntos verdaderamente grandes y últimos del hombre, discreta, real, ni estrafalaria, ni afectada. Como varón en la lucha: frente a los enemigos ni se amedrenta, ni se venga, ni se rinde, ni se engaña con las alabanzas; en la lucha es prudente pero no débil, discreto pero no tímido, lleno de dominio y superioridad, obvia los peligros y dificultades, cede y acomete; incomparablemente grande entre los grandes de la historia, que sufrió grandemente de los hombres, incomparablemente pigmeos entre los pigmeos de la historia[1].
En fin, la personalidad intelectual y moral de Cristo es por sí misma un argumento probatorio de la realidad de sus testimonios acerca de su misión divina, aún más, su personalidad constituye un verdadero milagro de sabiduría y santidad sobrenaturales que sobrepasa las leyes psicológicas de la naturaleza humana. De aquí el famoso dilema: o Jesús se engañó a sí mismo o quiso engañar a los demás, o su testimonio responde a la realidad. Si se engañó a sí mismo fue un monstruo de locura, si pretendió engañar fue un engendro de malicia. Es imposible que sea un monstruo de locura: por los discípulos que reunió; porque disputó con los doctores; porque los enemigos hubiesen hecho mucho hincapié en eso; porque la prudencia y la serenidad de su alma es patente; porque los textos evangélicos excluyen toda anormalidad psicopática, manifestando siempre un gran dominio de sí mismo; porque estaba dotado de un cuerpo sano y una constitución nerviosa muy equilibrada; porque carecía de alucinaciones patológicas. Es imposible, además, que sea un monstruo de malicia: porque no puede compaginarse el amor que muestra a Dios Padre, con la maldad del sacrilegio o la blasfemia; porque no hay motivo alguno que pudiera moverlo a tamaña maldad: ni riquezas, ni honra, ni ambición política; porque su vida tiene carácter público; porque a pesar de ser espiado nunca pudieron acusarle de algún verdadero pecado; porque sus amigos jamás lograron sorprenderlo en la más mínima falta (cf. 1Pe 2,21s.). Luego, su testimonio es verdadero[2].
2. Sus enseñanzas
Son innumerables categóricos, explícitos, variados y reiterativos los textos de la Sagrada Escritura en donde el Señor directamente, o por medio de sus Apóstoles, o por boca de sus enemigos, que confesaban –aunque no creían– lo que Jesús decía de sí, nos manifiestan la divinidad de Jesús.
No podemos aquí traer todos los textos, pero aunque más no sea para dar una idea de la gran variedad de los mismos daremos los títulos –nada más– bajo los cuales los agrupa Ludwig Ott[3]: El testimonio del Antiguo Testamento. El testimonio de los Evangelios Sinópticos: A) del Padre; B) de Jesús sobre sí mismo: 1° Trascendencia sobre todas las criaturas; 2° Equiparación con Dios; 3° Preceptos divinos que impone; 4° Conciencia de su poder sobrehumano; 5° Conciencia de ser Hijo de Dios. a. Hijo por naturaleza; b. en el Templo se revela; c. el llamado “pasaje johanístico”; d. ante el Sanedrín; e. alegoría de los viñadores homicidas. El testimonio del Evangelio según San Juan: A) Del evangelista; B) de Jesús sobre sí mismo: 1° Filiación divina; 2° Preexistencia en Dios; 3° En un plano de igualdad con el Padre; 4° Se aplica a sí atributos divinos e impone preceptos divinos; 5° Por el testimonio de sus obras. El testimonio de San Pablo: 1° El himno de la Kénosis; 2° Cristo designado como Dios; 3° Designado como Señor; 4° Le aplica atributos divinos; 5° Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. El testimonio de los demás escritos neotestamentarios. Lo que hacen más de 200 pasajes, sin contar los textos en que se le da el título de Hijo de Dios (49 veces); o algún título mesiánico: Hijo de David (18 veces); Rey de Israel (26 veces); Hijo del Hombre (82 veces); Mesías (568 veces); o el nombre de Kyrios (más de 420 veces).
Además de los textos a que hemos aludido agregaremos de modo explícito algunos más, unos pocos, sólo los que nos permite la índole de este trabajo.
En Mt 11,27 dice Jesús: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre», es decir, sólo el conocimiento infinito del Padre puede conocer el ser infinito del Hijo, y «nadie conoce al Padre sino el Hijo», con lo que equipara los conocimientos y el ser de ambos, pues la riqueza del ser infinito del Padre sólo puede ser totalmente conocida por el conocimiento infinito del Hijo.
Los versículos de Mc 12,6–8, en la parábola de los malos viñadores, sólo pueden ser entendidos si se refieren al Hijo de Dios por esencia; asimismo lo que se lee en Jn 5,17 y ss.: «Mi Padre sigue obrando todavía…»; así lo entendieron los judíos que buscaban matarle pues «decía a Dios su Padre, haciéndose igual a Dios», es decir, de la misma sustancia divina.
En Jn 10,30 afirma nuestro Señor: «Yo y el Padre somos una sola cosa», clara confesión de la distinción de personas divinas y de la consustancialidad, en la misma naturaleza numéricamente una, del Hijo con el Padre. «Diciendo: “una sola cosa”, te libra de caer en el error de Arrio, y diciendo: “Somos” te libra del error de Sabelio Si es una misma cosa, no es diverso. Si “somos”, son el Padre y el Hijo. No diría “somos” si fuese uno solo; como tampoco diría: “Una sola cosa”, si fuesen diversos», comenta el Águila de Hipona[4].
Aquella frase de la oración sacerdotal: «que sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17,21), expresa la circumincesión divina o pericóresis trinitaria, por la que mutuamente se compenetran e inhabitan las divinas personas entre sí, lo que no puede entenderse si no es por razón de la unidad numérica de la sustancia divina.
Como se sabe, por el hecho de la unión hipostática, la única persona de Cristo –divina– que une ambas naturalezas, da unidad a la figura de Cristo. Jamás aparecen dos Cristos, sino uno solo de Quien se predican propiedades divinas (omnipotencia, eternidad…) y propiedades humanas (caminar, morir…), de donde resulta evidente que ambas naturalezas tienen que pertenecer a un mismo sujeto físico. Daremos sólo dos ejemplos: 1° «El Verbo se hizo carne» (Jn 1,14), o sea hombre, y es «imposible que de dos que difieran en persona, hipóstasis o supuesto el uno se predique del otro»; 2° «El mismo que bajó es el que subió» (Ef 4,10): descender del cielo conviene a la divinidad y ascender pertenece a la humanidad, pero una sola persona, «Él mismo», es a la que se le atribuyen ambas operaciones, «luego la persona e hipóstasis de aquel hombre, Jesús, es la misma que la persona e hipóstasis del Verbo de Dios»[5].
3. Sus milagros
Las obras maravillosas que Jesús ha obrado sirven, por un lado, para revelar su poder y su misericordia, y, por otro, para acreditar su enseñanza, como prueba irrefutable de su divinidad. Por tanto, son de una importancia dogmática y apologética incalculables, y esta es la razón por la que son el blanco favorito de todos aquellos que encarnizadamente quieren destruir el orden sobrenatural.
Como se sabe, todas las razones utilizadas para negar la realidad de los milagros en general, y los del Evangelio en particular, se reducen a dos: una filosófica[6] y otra histórica[7], y ambas han sido refutadas repetidas veces por los auténticos estudiosos católicos. No es nuestra intención confutar aquí a los racionalistas, sino simplemente afirmar de manera tajante que no hay ninguna razón científica que arroje la más mínima sombra sobre la realidad, veracidad y totalidad de los milagros obrados por nuestro Señor Jesucristo. Más de una vez hemos señalado la incongruencia de los racionalistas, ya que es mucho más difícil aceptar la explicación naturalista de los milagros (si 5.000 hombres se sacian en el desierto con siete panes ello se debe a su extrema frugalidad: Renan; si Jesús convierte el agua en vino, quiere decir que ejerció una influencia magnética irresistible sobre la reunión haciéndoles creer a los convidados que bebían un vino excelente cuando en verdad bebían agua: Beyschlag; si cura a un ciego de nacimiento, ello se debe «a la palabra de Jesús, el colirio (sic), la virtud del agua fresca y la confianza del enfermo»: Von Ammon, etc.), que la realidad sobrenatural de los mismos: «Semejantes afirmaciones son por sí mismas verdaderos prodigios exegéticos, más extraordinarios todavía que el milagro que ellos pretenden eliminar»[8].
Los innumerables milagros que hizo Jesús tienen tres características bien marcadas: 1º la espontaneidad de la omnipotencia; 2º la admiración y confianza absolutas que suscitan; y 3º su íntima conexión con la enseñanza del Señor. «Como se ha dicho muy bien si la doctrina de Cristo es un milagro, sus milagros son una doctrina»[9]. Jesús une constantemente doctrina y milagro, y porque quiere que se crea en su doctrina, quiere que se crea en sus milagros; «el fin supremo que se asigna a sus obras es demostrar sin réplica, la verdad fundamental de su enseñanza a saber, que Él es el Hijo de Dios, Dios como su Padre»[10].
De manera particular, debemos realzar el milagro de los milagros, el de ser Jesucristo autor de su propia resurrección (Jn 2,19ss.; 10,17, cf. 5,21), como la prueba de mayor importancia en orden a demostrar su divinidad; por su característica de mayor claridad: es la obra exclusiva del poder de Dios; por su bivalencia apologética: es el cumplimiento de las profecías y es un milagro físico; por la importancia extrínseca que le dan los testimonios: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe…» (1Cor 15,17); por la trascendencia dogmática en orden a nuestra salvación: «resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25)[11]. Es de hacer notar que Jesús con su persona, doctrina y milagros, constituye un caso único en toda la historia de la humanidad. Nadie fue tan profetizado como Él nadie se presentó como Hijo de Dios por naturaleza como Él, nadie corroboró con tantos milagros como Él la autenticidad de lo que decía, ni Buda, ni Lao–Tse, ni Zarathustra, ni Mahoma[12].
4. Las profecías
Estos milagros intelectuales, que son las profecías, tienen suma importancia para nosotros porque así como los contemporáneos de Jesús, al ver sus milagros, confirmaban su fe en la divinidad del Señor y en las profecías que no veían, así nosotros, al ver el cumplimiento de las profecías, nos certificamos de la divinidad de Jesús y en la realidad de sus milagros que no vemos.
Está a nuestro alcance confirmar el cumplimiento de las profecías de Jesús respecto a su persona, respecto al pueblo judío y respecto a la Iglesia.
¡Cómo no ver, por ejemplo, el cumplimiento de la profecía referente a la estabilidad y perennidad de la Iglesia! Casi 2000 años han transcurrido desde su fundación, llenos de peligros de dentro y de fuera, con persecuciones, cismas, herejías, apostasías y demás pecados de sus miembros y, sin embargo, la Iglesia sigue realizando la obra que le encomendara Cristo. Esta realidad de la permanencia bimilenaria de la Iglesia Católica no tiene explicación humana alguna, sino que es un verdadero milagro moral, profetizado por su Fundador.
5. Sus frutos
También nos dan respuesta, a su modo, de quién es Cristo, aquellos hombres y mujeres que fueron más fieles en su seguimiento: los santos. Ellos «son verdaderas palabras de Dios» (Ap 19,9), son «una carta de Cristo» (2Cor 3,3), son los «libros abiertos» (Ap 20,12) por los cuales Dios también se manifiesta[13]. En este sentido, San Ignacio de Antioquía sabía que se convertiría, por medio del martirio, en «palabra de Dios»[14].
¿Cómo no reconocer la grandeza de Cristo al considerar la inmensa pléyade de hombres y mujeres de toda condición, «de los cuales el mundo no era digno» (Heb 11,38), que, por amor a Él, han vivido la virtud en grado heroico y que en su nombre han hecho milagros? ¿Cómo no ver que la flor y nata de la humanidad, lo más grande de ella ha seguido y sigue a Cristo?
¿Cómo no admirar a contemplativos como San Juan Evangelista, junto a pastores como San Pío V; a genios como Santo Tomás de Aquino al lado de hombres simples como San José de Cupertino; ancianos como San Pablo de la Cruz junto a jóvenes como San Luis Gonzaga y San Estanislao de Kostka; inocentes como Santa Inés y penitentes como Santa María Magdalena; hombres prudentes como San Gregorio Magno y de fe intrépida como San Atanasio; dulces y mansos como San Francisco de Sales y vehementes como San Jerónimo; mujeres débiles como Santa Cecilia y fuertes como Santa Juana de Arco; hombres de gobierno como Santo Tomás Moro o Santa Isabel de Hungría, y de obediencia como San Martín de Porres; pobres como San Francisco de Asís y ricos como San Luis Rey; nobles como San Alfonso María de Ligorio y de clase humilde como Santa Bernardita?
Modelos de todas las virtudes: de amor a los pobres, como San Vicente de Paul; de práctica de las obras de misericordia, como Santa María Josefa Rosello y San Luis Orione; de desvelo por los enfermos como San Camilo de Lellis; de amor a los trabajadores, como San Cayetano; de oración, como San Benito; de celo por la extensión del Reino, como San Pablo; de confianza en la Divina Providencia, como San José Benito Cottolengo; de amor a la Eucaristía, como San Tarcisio; de amor a la Santísima Virgen, como San Gabriel de la Dolorosa…
Estudiosos como San Roberto Belarmino; prácticos como San Ignacio de Loyola; médicos como San Blas; misioneros como San Francisco Javier; militares como San Martín de Tours; pescadores como San Andrés; carpinteros como San José; párrocos como San Juan María Vianney; catedráticos como San Juan de Ávila; campesinos como San Isidro Labrador; reyes como San Fernando de España; Santa Mónica, casada; Santa Rita, viuda; Santa Catalina de Siena y Santa Rosa de Lima, vírgenes.
Algunos que terminaron sus días con sus obras en aparente fracaso como San Luis María Grignion de Montfort, otros en cambio en medio de grandes triunfos como San Juan Bosco. Hombres de crecida mortificación como San Pedro de Alcántara; apocalípticos como San Vicente Ferrer; de invicta fortaleza como San Pío X; taumaturgos como San Charbel Makhluf; mártires como Santa María Goretti; doctores como San Agustín; monjes como San Bernardo; fundadores como Santa Teresa de Jesús; ministros de la confesión como San José Cafasso y predicadores como San Juan Crisóstomo y Santo Domingo; hombres completos, gigantes de la talla de San Juan Pablo II, verdadero «signo de los tiempos». En fin por sobre todos ellos, como Reina y Señora de todos los santos, la Santísima Virgen María.
¡Todos héroes de la santidad, todos gigantes del mundo sobrenatural, todos titanes de la caridad! Perseguidos los más, aunque bienaventurados todos. Incomprendidos la mayoría, no obstante, todos extraordinariamente amantes. ¿Quién hay en el mundo que haya tenido tales seguidores? ¡Sólo Jesucristo!
Todos a una confesaron –con sus palabras y con sus vidas– la más intransigente fe en la divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
No se crea que esos frutos espléndidos de Cristo se limitan a sólo decenas de personas. Por el contrario, son una «gran muchedumbre» (Ap 19,6). Sólo la familia benedictina cuenta con una multitud entre santos y bienaventurados[15]. Si otras congregaciones como los cartujos sólo cuentan con un santo, el fundador, S. Bruno, es porque no inician las causas de beatificación: quieren permanecer en el anonimato después de su muerte, como lo estuvieron en vida.
* * *
Luego de terminar esta sucinta exposición sobre la personalidad, enseñanzas, milagros, profecías y frutos de Cristo, cuya inefable majestad nos llena de admiración, para encarecer aún más, si cabe, el adorable misterio del Verbo Encarnado, enumeremos algunos de los tan variados nombres que le da San Pablo, el gran enamorado de Jesucristo: «gran Dios» (Tito 2,13); que «está por encima de todas las cosas» (Rom 9,5), «heredero de todo» (Heb 1,2); «nuestra paz» (Ef 2,14); «Señor de la gloria» (1Cor 2,8); «luz» (Ef 5,14); «imagen de Dios» (2Cor 4,4), «irradiación de la gloria de Dios e impronta de su sustancia», «que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas» (Heb 1,3); «Sabiduría, justicia, santificación y redención» (1Cor 1,30); «sumo sacerdote» (Heb 2,17); «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,24); «nuestra Pascua» (1Cor 5,7); «roca» (1Cor 10,4); «piedra angular» (Ef 2,20); «pan y bebida espiritual» (1Cor 10,3); «fundamento» (1Cor 3,11); «principio… primogénito de entre los muertos» (Col 1,18); «primogénito de toda la creación» (Col 1,15); «mayor que los ángeles» (Heb 1,4); «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29); «coronado de gloria y honor» (Heb 2,9); «Mediador entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5), «rey» (cfr. 1Cor 15,25); «Señor» (Rom 10,9); «Señor de muertos y vivos» (Rom 14,9); «cabeza de todo hombre» (1Cor 11,3); «Hijo de Dios» (2Cor 1,19); «Cabeza de la Iglesia, Salvador del Cuerpo» (Ef 5,23) «en Él están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,2); «Apóstol» (Heb 3,1); «el gran Pastor de la ovejas» (Heb 13,20); «en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2,9); etc.
Sólo nos queda exclamar anonadados: «Él lo es todo» (Ecl 43,29).
[1] Cf. Jorge Bilchmair S. J, Jesús el varón ideal, Seminario Metropolitano, Buenos Aires 1951; Karl Adam, o.c., todo el cap. IV.
[2] Cf. Vizmanos–Riudor, Teología Fundamental, BAC, 1963, p. 374–392.
[3] Manual de Teología Dogmática, Herder, Barcelona, 1966, p. 212–227.
[4] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan 36, 9; BAC, Madrid 1965, p. 15.
[5] Santo Tomás, C.G., L. 4, c. 34; S. Th, III, 16, sobre la llamada “comunicación de idiomas”.
[6] Innumerables estudios prueban que los argumentos racionalistas son inconsistentes, como los de De Broglie, Tanquerey, Vallet, Garrigou–Lagrange, Grandmaison, de La Boullaye, Tonquedec, Nicolau, etc.
[7] Refutada con asombrosa erudición por L. Cl. Fillion, Los milagros de Jesucristo, Poblet, Buenos Aires 1951 (re-editado por Ed. Círculo Latino, Barcelona 2005).
[8] H. W. Meyer, Kritisch–Exegetischer Komentar über das Evangelium des Matthaus, 2ª ed., p. 301; cit. por L. Cl. Fillion, o. c., p. 177.
[9] F. Hettinger, Apologie du Christianisme, t. II, cap. XV; cit. por L. Cl. Fillion, o. c., p. 409.
[10] J. Monsabré, Conférences de Notre–Dame de Paris, Cuaresma 1880, Paris, 1889, p. 195–196; cit. por L. Cl. Fillion, o.c., p. 409.
[11] Cf. Vizmanos–Riudor, o.c., p. 446–466; algunos aspectos hemos tratado en Revista Mikael n. 6, art. “La Resurrección, ¿mito o realidad?”, reproducido en otro capítulo de este libro.
[12] Ibídem., p. 370–372.
[13] Cf. San Agustín, La Ciudad de Dios, t. II, BAC, 1965, I. 20, cap. 14, p. 560.
[14] Carta a los Romanos, n. 2; en Los Padres Apostólicos, Desclée, Buenos Aires 1949, p. 205.
[15] J. G. Treviño, Si quiero, puedo ser santo, Studium, Madrid 1956, p. 54.