Hijo de Dios

Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?

«Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»

 

Muy distinta es la impresión que nos causan los juicios acerca de Jesús emitidos por aquellos que fueron sus Apóstoles y discípulos, y los sucesores de aquéllos. Aquí todo es unidad, claridad, certeza gozosa, verdad, desarrollo homogéneo, consideración de todos los aspectos sin silenciar o negar ninguno de ellos. Es el mar calmo de la fe, el cielo diáfano de la sencillez evangélica, la firmeza de la roca, la solidez de los buenos cimientos, en fin, la luz después de las tinieblas.

  • «Este es el Hijo de Dios» (Jn 1,34), confiesa San Juan Bautista, y evidentemente entiende una filiación por la naturaleza porque si fuese por mera adopción no expresaría nada singular ya que todos los judíos se sabían hijos adoptivos de Dios.
  • «Principio del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios», estampa San Marcos al comienzo de su relato (1,1).
  • San Juan empieza directamente su Evangelio afirmando: «Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios», con lo que afirma la preexistencia de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, su distinción respecto del Padre y su divinidad. Y en su primera epístola declara que Jesucristo «es el verdadero Dios y la Vida eterna» (5,20).
  • Santo Tomás Apóstol, postrándose, lo adora diciéndole: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20,28).
  • «Yo creo que eres el Mesías, el Hijo de Dios» (Jn 11,27), exclama Santa Marta.
  • San Pablo nos habla de su «esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús» (Tito 2,13), de ese Cristo «que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (Rom 9,5)[1].

Dirijámonos ahora al Príncipe de los Apóstoles, como lo hiciera el mismo Señor: « ¿Quién dices que soy yo?» Responde San Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). ¡Gloriosa confesión en que principia y sobre la que se edifica la Iglesia Católica!

Y ¿qué nos dicen los sucesores de Pedro y Vicarios de Cristo? Los Padres reunidos en el Primer Concilio Ecuménico, en Nicea, el año 325, proclamaron la fe de la Iglesia «en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios… Dios de Dios y Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial al Padre (homooúsios tõ Patri) por quien todas las cosas fueron hechas…» (Dz 54). Como dice Hermann Josef Sieben: «Ningún Concilio, ni antes ni después, ha tomado ni de lejos, una decisión dogmática tan fundamental e importante por sus consecuencias»[2].

El «homooúsios» es la palabra clave, el término mil veces bendito que debe sonarnos a música celestial, el santo y seña de la ortodoxia católica por los siglos de los siglos. Expresa la unidad de sustancia, numéricamente una, entre el Padre y el Hijo, y, por tanto, que tan Dios es uno como el otro[3].

Luego vino el Concilio de Constantinopla (381), que retomó y desarrolló el Símbolo Niceno. Y el gran Concilio de Éfeso (431) contra Nestorio: «Si alguno distribuye entre dos personas o hipóstasis las voces contenidas en los escritos apostólicos o evangélicos o dichas sobre Cristo por los Santos o por El mismo sobre Sí mismo; y unas las acomoda al hombre entendido aparte del Verbo de Dios, y otras, como dignas de Dios, al solo Verbo de Dios Padre, sea anatema» (Dz 116; ver del 113 al 124).

En el año 451 el Concilio de Calcedonia, IV ecuménico, expresó con lenguaje categórico el inefable misterio de Cristo: «Enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en su divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y cuerpo, consustancial con el Padre (homooúsion tõ Patri) en cuanto a la divinidad… que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor Unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación en modo alguno borrada la diferencia de naturaleza por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo Unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de Él nos enseñaron los profetas y el mismo Jesucristo, y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres» (Dz 148).

Y saltando los siglos llegamos a S. S. Pablo VI, en su Solemne Profesión de Fe, el 30 de junio de 1968, quien una vez más confiesa la fe ya dos veces milenaria de la Iglesia Católica en la divinidad de Jesucristo: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homooúsios tõ Patri, por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona»[4].

Con la aprobación del mismo Pontífice, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, el 21 de febrero de 1972, publicó una muy importante Declaración «para salvaguardar de algunos errores recientes la fe en los misterios de la Encarnación y de la Santísima Trinidad». Entre los errores cristológicos señala la Declaración tres principales:  1) La negación de la preexistencia de la persona del Hijo subsistiendo como distinta del Padre y del Espíritu Santo desde toda la eternidad; 2) el abandono de la noción de la única persona de Cristo; y 3) la negación de la asunción de la naturaleza humana de Cristo por parte de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, afirmándose que aquella existiría en sí misma como persona humana. Concluye el párrafo con esta frase lapidaria: «Los que piensan de este modo se hallan lejos de la verdadera fe en Cristo, incluso cuando afirman que la presencia singular de Dios en Jesús hace que Éste se convierta en la cumbre suprema y definitiva de la divina revelación; ni recuperan la verdadera fe en la divinidad de Cristo cuando añaden que Jesús puede ser llamado Dios, ya que Dios se encuentra sumamente presente en lo que llaman su naturaleza humana»[5].

El Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por Juan Pablo II el 11 de octubre de 1992, también afirma de manera clara e inequívoca la fe en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, como asimismo en su sagrada humanidad y en el misterio de la unión hipostática[6]. ¡Esta es la fe de la Iglesia!

El mismo Papa Magno aprobó «con ciencia cierta y con su autoridad apostólica», en el corazón del Año del Grande Jubileo, un documento fundamental sobre la fe cristológica de la Iglesia y la unicidad y universalidad salvíficas de Jesucristo, emanado por la Congregación para la Doctrina de la Fe: la declaración Dominus Iesus. Contra muchos errores actuales este gran documento reafirma la fe también en el carácter definitivo y completo de la revelación de Dios en Jesucristo; la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de Nazaret; la unidad entre la economía del Verbo encarnado y la acción del Espíritu Santo; la unicidad y universalidad salvíficas del misterio de Jesucristo; etc[7].

De ahí que nosotros, contando con el respaldo del Magisterio eclesiástico de todos los tiempos, a pesar de nuestra nada y pecado, confesamos con todas las fuerzas de nuestra alma y de nuestro corazón la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, que es «una sola persona en dos naturalezas» (Dz 429), y lo hacemos no sin cierta beligerancia, «como mojándole la oreja a la herejía», según el decir de Ignacio B. Anzoátegui, con el santo orgullo de los hijos de Dios que saben que eso «no se los reveló la carne ni la sangre sino el Padre que está en los cielos» (Mt 16,17), y que es una verdad por la cual vivimos y por la que estamos dispuestos a morir.

[1] Para la exégesis de estos textos ver el excelente trabajo de José Bover S.J., Teología de San Pablo, BAC, Madrid 1946, p. 294–297 y 269–275.

[2] Nicea 325–1975, en KNA. Okumenische Information n. 22, 28–5–75, p, 89; cit. en Revista Mikael n. 13, p. 103.

[3] El Cardenal Journet se quejaba de los traductores del Credo que no respetaron la palabra «consustancial» sino que prefirieron la expresión menos precisa «de la misma naturaleza» que puede prestarse a equívocos, más teniendo en cuenta que la corriente llamada de la «desmitologización» está haciendo correr al cristianismo «uno de sus más grandes peligros»; «Echos des Paroisses Vandoises et Neufcháteloises», 1er. avril 1967, p. 2: cit. en Permanences, junio–julio 1967, p. 98–99.

[4] Credo del Pueblo de Dios, n. 11.

[5] L’O.R. 19/3/1972, p. 2, subrayado nuestro. Como indica Manuel Gestaira Garza: «Parece claro que en él (documento) están principalmente indigitados el grupo de teólogos holandeses» entre los que se destacan Hulsbosch, Schillebeeckx, Schoonenberg (cf. La Trinidad, ¿mito o misterio?, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1973, p. 28). Posteriormente, algunos teólogos progresistas (no sólo Hans Küng) hicieron caso omiso de la Declaración de 1972, por ejemplo, Xabier Pikaza, Los orígenes de Jesús, Ensayos de cristología bíblica, Sígueme, Salamanca, 1976; el cual atribuye a Cristo una persona humana en p. 67, 135, 136, 138, 140, 142, 143, 144, 147, 148, 149, 175, 187, 199, 224, 268, 307, 308, 349, 477. Y no se puede argüir ignorancia del Documento ya que en el libro La Trinidad, ¿mito o misterio?, dedicado a comentar dicho Documento, colabora con un artículo.

[6] Cfr. parágrafos 430-682, y específicamente los par. 464-483.

[7] Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, 16 de junio de 2000; Cfr. Carlos Buela, Un pequeño ‘gran’ documento: la Declaración Dominus Iesus, Ed. del Verbo Encarnado, San Rafael 2001.