En una calle de Paraná, en la calle Enrique Carbó al 500, leí el siguiente grafito: «Nacemos originales, morimos siendo copias», que expresa crudamente la realidad de muchos de nuestros contemporáneos, quienes por la actual cultura masificadora y globalizada terminan pensando, sintiendo, consumiendo, sufriendo y desesperándose igual unos y otros, como clones. Y que suena como un lacerante grito.
El cristiano y, por doble título, el sacerdote, debe ser «otro Cristo», «una copia de Cristo». Y ello por doble razón: una, por la ontológica configuración con Cristo realizada por la gracia crística y cristificante, tanto del sacramento del Bautismo cuanto por el sacramento del Orden; y la otra, por la moral configuración con Cristo por la imitación de las virtudes y sentimientos que tuvo Él.[1] Esta «copia de Cristo» no solamente no quita nada a la originalidad irrepetible de cada hombre y mujer, sino que potencia esa originalidad y es su mejor defensa, ya que lo sobrenatural supone lo natural; no destruye lo natural sino que lo sana, eleva, dignifica, ennoblece y perfecciona. Además es un imposible, metafísico y teológico, ser un clon de Cristo, ya que en Él y sólo en Él se da la novedad única e irrepetible, de estar su naturaleza humana unida hipostáticamente a la persona del Verbo. Sólo Él es Hijo por naturaleza, nosotros lo somos por adopción, en plenitud de libertad y de originalidad.
Esto no ocurre con quienes, a sabiendas, no quieren imitar al Señor y por buscarse a sí mismos, de manera desordenada, terminan siendo copias unos de otros como dibujados bajo papel carbónico. Las mismas angustias, los mismos vacíos porque siguieron vaciedades y se quedaron vacíos (Jr 2, 5) -como hemos visto en la ideología progresista tanto de línea liberal cuanto marxista-, las mismas soledades en medio de multitudes, el mismo aburrimiento infinito del zapping, la misma pérdida de grandes ideales, los mismos gustos impuestos por la propaganda, diciendo los mismos clichés que imponen los medios, la inteligencia narcotizada del pensamiento único manipulada hasta por la forma de elegir los titulares de los medios en un mundo que quieren hacer a imagen y semejanza de los dadores de sentido.[2] Se transforman en insoportables facsímiles.
El sacerdote debe imitar a Cristo que es el «sí de Dios», no fue «sí y no». Enseña San Pablo rechazando toda contradicción: Mas Dios es fiel, y así también nuestra palabra dada a vosotros no es sí y no. Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que entre vosotros fue predicado por nosotros: por mí, Silvano y Timoteo, no fue sí y no, sino que en Él se ha realizado el sí. Pues cuantas promesas hay de Dios, han hallado el sí en Él; por eso también mediante Él (decimos) a Dios: Amén, para su gloria por medio de nosotros (2Cor 1, 18-20).
Y el mismo Señor -la misma Verdad- nos ha enseñado el lenguaje de la verdad: Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto viene del Maligno (Mt 5, 37). «Est, est; non, non». «Naí, naí; ou, ou».
En la Catena Aurea cita Santo Tomás a Rábano Mauro: «…esto es, para lo que es, basta decir es, y para lo que no es, basta decir no es. Puede que aquí se diga dos veces es, es; no, no; para significar que lo que afirmas con la boca debes probarlo con las obras, y lo que niegas con las palabras no lo confirmas con las obras».[3]
San Agustín dice: «El sentido del Sí es que siempre digamos la verdad».[4]
Y en el Comentario a San Mateo Santo Tomás enseña: aquí «ordena -el Señor- la verdad racional creada a través de la recta interpretación, esto es, cuando la verdad se expresa por la palabra según lo que se concibe en la mente… es decir que sea vuestra palabra “sí, sí”, que tenga fundamento en la realidad; “sí, sí”, esto es, que se diga según la verdad de la conciencia; “no, no”, es decir, de la cosa que no es, que se diga que no es».[5]
Aunque aquí el sentido directo del texto es que cuanto se haya de afirmar se haga sin juramentos. Así lo entiende San Juan Crisóstomo, S. Jerónimo, S. Tomás.[6]
– «Sí, sí», Unos dicen que es una mera repetición enfática aseverativa.[7]
– «Sí, sí», como dicen otros, en que una partícula es sujeto y la otra predicado.[8]
¿Qué hay que decir? Cristo no destaca el formulismo, sino la lealtad (el segundo sentido es más probable).
Y es que en Cristo todo es sí, como vimos en el texto del Apóstol: Cuantas promesas hay en Dios, han hallado el sí en Él… (2Cor 1, 20). Son las promesas mesiánicas que se han cumplido en Cristo y que deben hacer felices a los hombres. Como aparece en muchos textos de la Sagrada Escritura:
– 2Cor 7, 1: Teniendo, pues, carísimos, tales promesas, purifiquémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, santificándonos cada vez más con un santo temor de Dios.
– Ro 9, 4:[9] Los israelitas, de quienes es la filiación, la gloria, las alianzas, la entrega de la Ley, el culto y las promesas.
– Ga 3, 16: Pues bien, las promesas fueron dirigidas a Abraham y a su descendencia. No dice: y a los descendientes, como si fueran muchos, sino a uno solo, a tu descendencia, es decir, a Cristo.
– Heb 6, 12: de forma que no os hagáis indolentes, sino más bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas.
En la Encarnación, el Verbo, unge con unción santísima todas y cada una de las células del cuerpo de Jesús y el alma entera en su esencia y en sus facultades. No hay nada en Cristo que no sea tres veces Santo y, por tanto, infinitamente adorable. Todo en Él es transparencia, autenticidad, sinceridad, verdad: Yo soy la verdad (Jn 14, 6); es el Amén (Ap 3, 14); por eso …pues cuantas promesas hay de Dios, han hallado el sí en Él; por eso también mediante Él (decimos) a Dios: Amén… (2Cor 1, 20); porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente… (Col 2, 9). En Cristo no hay nada vacío, hueco, no asumido, aparente, falso, superficial, no hay nada de barniz o cáscara. Es uno sólo, el Verbo, en dos naturalezas distintas, ambas perfectas e íntegras, y sustancialmente unidas en el Verbo.[10]
3. El sacerdote es sí de Dios por participación
Gracias a Cristo estamos seguros de que se han cumplido las promesas y pronunciamos el «Amén», adhiriéndonos a esas promesas firmemente por la fe.
Ante esto, ¿no podemos pensar -por así decirlo-, que el Verbo Encarnado es el principio de no-contradicción hipostático?
En Él no hay nada de contradicción, de incoherencia, de inconsecuencia.
Él, Jesucristo, es el gran antídoto contra el progresismo, ya que en su esencia, el progresismo es: alogos;[11] contradicción;[12] incoherencia;[13] inconsecuencia;[14] porque, finalmente, la negación del principio de no-contradicción es contra el Verbo.
Si hacemos caso a Jesucristo que nos dice: Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto viene del Maligno (Mt 5, 37), tendremos espíritu de príncipes (Sl 50, 14 Vg.).[15] Asegura Fillión: «es decir, digno de un príncipe, noble y magnánimo»; el hebreo dice: «un espíritu de buena voluntad», o sea, pleno de generosidad que va espontánea y corajudamente al bien; de la versión de los LXX traduce (al francés) «un esprit d’hegemonie», que dirige al hombre y le ayuda a sobreponerse a sus malas pasiones; las tres expresiones significan lo mismo[16] y pueden ser equivalentes a las expresiones de los versículos que anteceden: «spiritum firmum» (v.12), «spiritum sanctum» (v.13). «Principal aliento», traduce Carlos Sáenz. Garófalo: «espíritu deseoso».[17] Straubinger enseña: «espíritu de príncipe es el que nos corresponde como hijos de Dios. Significa: la humildad de quien debe ser dirigido por otro y la confianza de quien se sabe hijo de un gran Señor».[18]
«Espíritu de príncipe» es tener «espíritu de principios», o sea, mente enseñoreada con los primeros principios del ser y del pensar del orden natural y por los primeros principios del orden sobrenatural, que son los artículos de la fe. Inteligencia capaz de remontarse a los principios, a los orígenes. «Espíritu de príncipe» es orientar el alma a actos grandes en toda virtud, es preocuparse de las cosas grandes. Es ser noble.
4. Lo contrario del «espíritu de príncipe»
Hay tres errores principales:
1. Lo contrario al «espíritu de príncipe» es la mediocridad, el «más o menos», el «se´ igual», el «espíritu de chanta». Esta última palabra viene del genovés «ciantapufi»: es el que no paga las deudas, ni cumple sus promesas. Es habitual la regresión «chanta» con igual significado, el aumentativo «chantún» y el superlativo «chantunazo». Es una mezcla de tres tipos: Primero el «farolero» (que pretende ser distinto de lo que es); segundo el «engrupido» (que es amigo de darse importancia); y tercero el «fanfarrón» (que hace ostentación manifiesta de lo que no es). El «chanta» es una conjunción de todos ellos, idénticos en su esencial inautenticidad. Es el que parece, pero no es. Le interesa el «qué dirán»; por ello necesita público, que lo mire y admire y ante el cual actúa según sus propias poses. Los hubo famosos: Tartarín de Tarascón que imagina lo que no es; el amo del Lazarillo de Tormes que aparece ante los demás de una manera que no responde a la realidad. Hay que rechazar la apariencia, mostrándonos como somos con sencillez, sin hipocresías, pero sin desenfado impertinente (que confunde autenticidad con espontaneidad: por ejemplo, matar injustamente puede ser espontáneo; pero no es auténtico). Los santos sacerdotes no tuvieron nada de «chantas», por eso los persiguieron, por eso los odiaron, por eso fueron santos. ¡Imitémolos!
2. El error de los que actúan según la llamada «moral de situación». No se manejan con principios, según las cambiantes situaciones, cambian los principios. Según sus cambiantes opiniones, cambian sus consejos frente a las circunstancias, cambian sus orientaciones según su cambiante sensibilidad. Son veletas juguetes de todos los vientos. Son como los camaleones que cambian de color según les convenga. Son los que creen que Jesucristo enseñó: «Sí, no; no, sí». Son semejantes a aquellos a quienes apostrofaba el profeta Isaías: ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! (5, 20).
3. El error más grave: No estar convencidos, y convencidos con certeza teológica, de que se han cumplido y se cumplirán las promesas de Dios: de la venida del Reino,[19] de las bienaventuranzas,[20] de la milagrosa pesca de hombres,[21] del poder sobre las doce tribus de Israel,[22] de fundar su Iglesia sobre Pedro,[23] de dar a todo el que lo siga cien veces más y la vida eterna,[24] que a los suyos defenderá delante de Dios,[25] que Él reasume todas las promesas del Antiguo Testamento, el envío del Espíritu Santo[26] que contiene todas las promesas,[27] que los cristianos están en posesión de todas las promesas[28] que en Cristo han sido hechos partícipes de la promesa,[29] de una patria mejor,[30] etc.
En Jesús y en María todo es luz, todo es diáfano. No hay repliegues ni complicidades. No hay ocultamientos ni sinuosidades. Todo es trasparencia y luminosidad. Todo es claridad y hermosura. Todo es aceptación plena y gozosa de la voluntad de Dios. No hay nada postizo, simulado, maquillado, encubierto, disfrazado.
Y los santos y santas, a pesar de las incomprensiones y cruces que tienen que pasar, participan de esa luminosidad.
Hoy y siempre, lo auténticamente original es volver a los principios, a los orígenes. Lo contrario, hoy y siempre, es bastardo.
¡Es a Jesús, a María y a los santos a quienes debemos imitar!
[1] Cfr. Flp 2, 5.
[2] Cfr. M. Vicent, La Nación, 22 de junio de 1999, 8.
[3] Santo Tomás de Aquino, Catena Aurea, Exposición de los Cuatro Evangelios, I San Mateo, 5, 37.
[4] Cit. J. de Maldonado, Comentarios a San Mateo, 1 (Madrid 1950) 272.
[5] Super Ev. super Math., V, 33 (Roma 1951) 83.
[6] Super Ev. super Math., V, 33 (Roma 1951) 83.
[7] Así lee cuatro siglos después de Cristo el Talmud Shebwoth 36 a.
[8] En este sentido se lee en Sant 5, 12 y en la Mishná.
[9] Cfr. 15, 8.
[10] Cfr. Santo Tomás de Aquino, STh, III, 2, 3; IV Concilio de Calcedonia (DS 301-302), Catecismo de la Iglesia Católica, n. 467.
[11] H. Belloc, Las grandes herejías, (Buenos Aires 1943) 24.
[12] M. Liberatore, La Iglesia y el Estado (Buenos Aires 1946) 30ss.
[13] L. Billot, El error del liberalismo (Buenos Aires 1978) 93.
[14] M. Liberatore, La Iglesia y el Estado (Buenos Aires 1946) 30ss.
[15] «Spiritu principali»; «spiritu promptíssimo» NVg.
[16] Cfr. L. CL. Fillion, La Sainte Bible, IV (París 1903) 159.
[17] La Biblia, II, 166.
[18] La Santa Biblia (Buenos Aires 1986) 611.
[19] Cfr. Mt 4, 23.
[20] Cfr. Mt 5, 3-12.
[21] Cfr. Mt 4, 19.
[22] Cfr. Mt 19, 28.
[23] Cfr. Mt 16, 16 ss.
[24] Cfr. Mt 19, 29.
[25] Cfr. Mt 10, 32.
[26] Cfr. He 1, 4.
[27] Cfr. Ga 3, 14.
[28] Cfr. He 2, 38 ss.
[29] Cfr. Ef 3, 6.
[30] Cfr. Heb 11, 16.