María Magdalena

María Magdalena

Seguimos a Fray Luis de Granada, Obra Selecta, BAC, Madrid 1947, pp. 793–797.

Aunque hay muchos y diversos caminos para ir al Cielo, todos ellos finalmente se reducen a dos: la inocencia y la penitencia. El primero es el de aquellos que nunca pecaron; el segundo, el de aquellos que, después de pecar, hicieron penitencia por sus pecados. Por el primero fueron la Santísima Virgen María, San Juan Bautista, San Luis Gonzaga, Santa Teresita, los Santos Inocentes… y los que nunca pecaron mortalmente; por el segundo van todos los demás.

Dios, en su Divina Sabiduría, proveyó dos guías que fuesen delante de estos caminos. Estas son dos Marías: María, la Madre del Salvador, para que fuese espejo de inocencia y María Magdalena, para que fuese de penitencia.

De este modo, el ejemplo y guía para los que van por este segundo camino es María Magdalena; y en ella deben poner los ojos para ver si tienen algo de aquel espíritu vehemente, de aquel dolor tan grande, de aquella fe tan viva, de aquel amor tan encendido, de aquel menosprecio del mundo, porque si no tienen nada de esto, no es su penitencia verdadera.

1. La pecadora a los pies de Jesús

Narra San Lucas[1] que un fariseo invitó a comer a nuestro Señor, y que en esa ciudad había una mujer a la que llamaban la pecadora, porque era mujer de mal vivir. Pero… ¡Qué maravilla divina! una de las cosas más viles y bajas del mundo, que es una meretriz, fue destinada por Dios para hacerla ejemplo de penitencia y una de las principales estrellas de su Iglesia.

¿Por qué? La mejor repuesta es lo que dice el salmo 17: La salvó porque la amaba (17,20). Así se muestra la bondad de Dios, su misericordia, y también que todo bien que recibimos lo recibimos de Él. Y, a la vez, esto debe movernos a ser más humildes, solícitos, agradecidos para con Dios, y temerosos por nuestra flaqueza y debilidad.

María Magdalena que Jesús estaba en casa del fariseo y, sin aguardar lugar ni ocasión mejor –porque la fuerza del dolor y del amor no le dan lugar para más– se cubre con su manto, toma un frasco con perfume precioso –que antes usaba, no para redimir pecados, sino para multiplicarlos, y no para servir a Cristo, sino para sacrificar al demonio– y se dirige adonde estaba comiendo Jesús. No se atreve a aparecer delante de los ojos de Jesús, porque la vergüenza de sus pecados la inhibía. Yendo por detrás, se agachó a los pies de Jesús, y derramó sobre ellos tantas lágrimas que bastaron para lavarlos. Y así como fue extraña el agua, fue extraña la toalla con que los secó, que fueron sus cabellos. Besa los pies de Jesús y los unge con ese ungüento precioso.

Todo aquello con lo que servía al mundo lo consagró a Cristo:

– de los ojos hizo fuentes para lavar las manchas del alma;

– de los cabellos hizo toalla para limpiarlas;

– con la boca hizo signos de paz para recibir la paz de Cristo;

– y del ungüento hizo remedio para curar las llagas del alma y cubrir el mal olor de su mala vida.

       Y lo que ella obraba por fuera, el Señor lo obraba interiormente en su alma:

– ella venía y Él la atraía;

– ella le ungía los pies con ungüento y Él le ungía el alma con gracia;

– ella lavaba sus pies con lágrimas, Él lavaba sus pecados con sangre;

– ella enjugaba los pies con sus cabellos, Él adornaba su alma con virtudes,

– ella besaba los pies con gran amor, y Él le daba aquel beso de paz que se dio al hijo pródigo en su conversión…

No habló palabras, porque bastaban por palabras las lágrimas y gemidos. ¡Qué palabras eficaces son éstas! «¡Oh, lágrima humilde –dice San Jerónimo– tuyo es el poder, tuyo es el reino; no tienes miedo al tribunal del juez, a los acusadores pones silencio, no hay quien te impida la entrada, vences al Invencible, atas las manos del Omnipotente!».

De muchos afectos procedían estas lágrimas, porque eran lágrimas de fe, lágrimas de esperanza, lágrimas de dolor, lágrimas de amor…

2. Con las alas del amor y del dolor

¿Qué haces, pública pecadora? Mira que no es tiempo ni lugar preparado para lo que quieres. Nadie cuando quiere arrepentirse busca testigos ni lugares públicos, sino oscuridad y soledad.

Pero la vehemencia y el apuro del dolor, del temor y del espanto de sí misma, de tal manera ocupaban su entendimiento, que únicamente entendía la grandeza de su peligro.

Dentro de ella obraba este grande sobresalto y temor, pero no sólo el temor, sino también el amor, y amor tan grande que mereció escuchar: Muchos pecados le fueron perdonados, porque amó mucho.

Y no sólo amor, sino dolor, y tan grande que le hizo derramar muy abundantes lágrimas. Y vergüenza y confusión… Y menosprecio del mundo, pues hizo poco caso de lo que decía la gente y de los juicios del fariseo para dejar de hacer lo necesario para su salvación. Y no sólo esto, sino que hizo gran penitencia durante 30 años en una gruta[2], aunque ya había alcanzado de viva voz la promesa de salvación e indulgencia plenaria por sus pecados.

Por todo ello mereció hallarse al lado de la Santísima Virgen, para que entendamos que el verdadero penitente, por la infinita misericordia de Dios, puede hallarse a la par del inocente.

Queridos hermanos: Entendamos que los verdaderos penitentes se igualan con los inocentes y aun a veces los pasan adelante, como decía el gran penitente David: Rocíame, Señor, quedaré limpio, lávame y quedaré más blanco que la nieve (Sl 50,9). Decir que quedaré más blanco que la nieve es decir que el penitente llegará a quedar más blanco que el inocente, como es el caso de María Magdalena, que tiene en el Cielo más gloria que muchos que nunca mortalmente pecaron.

Imitémosla en la penitencia para que lleguemos a ser merecedores de su gloria, por la misericordia de Dios.


[1] Lc 7,36ss.

[2] Esta gruta está en la Saint Baume, cerca de Marsella (Francia).