María: Todo lo hace ella
El anuncio de Dios de la enemistad entre la Mujer y Satanás al comienzo de los tiempos es clarísimo: Él mismo crea una enemistad que es una enemistad irreductible. No se trata de una enemistad, digamos así, por desconocimiento o alguna enemistad por malentendido, sino que es única… enemistad formal entre Satanás y la Mujer, entre la descendencia de Satanás y la descendencia de la Mujer. Es una enemistad creada por el mismo Dios: pongo enemistad –le dijo a la serpiente–, pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo (Gn 3,15). Y esto que Dios había anunciado en lo que se conoce como el Protoevangelio va a tener su cumplimiento en el momento en que el ángel Gabriel se presenta a la Santísima Virgen en Nazaret: ahí le anuncia de parte de Dios que fue elegida para ser Madre del Hijo único de Dios, del Verbo. Y allí la Santísima Virgen acepta esa misión y, al aceptar esa misión se constituye en la Mujer que se opone a Satanás, y no solamente a Satanás, sino a los que son como él. Ella acepta, libremente en la fe, esa misión que Dios le había encomendado, absolutamente única, singularísima de dar carne y sangre a la segunda persona de la Santísima Trinidad, a Aquel que es tan Dios como el Padre y como el Espíritu Santo. Y en ese momento, cuando dice he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38), en sus entrañas purísimas comienza a existir –porque en ese momento es cuando comienza a tomar la naturaleza humana– Jesucristo Nuestro Señor, el Verbo Encarnado.
Como dicen los Santos Padres, no solamente comienza a existir Cristo, Cabeza de la Iglesia, sino que también, de una manera misteriosa pero real, en el seno purísimo de la Santísima Virgen, como en raíz comenzamos nosotros a existir como miembros de esa Cabeza; de tal manera que, desde ese momento, en Nazaret, la Santísima Virgen, al aceptar ser Madre de Cristo, Cabeza del cuerpo místico, acepta y se constituye en Madre espiritual sobrenatural de todos aquellos que, a través de los tiempos, por medio de la fe y del sacro bautismo íbamos a ser miembros de esa Cabeza.
De modo tal que ya allí en Nazaret se da esa oposición real, total, irreversible: es la Mujer que aplasta la cabeza de la serpiente, es la Mujer que tiene en sí una radical enemistad con Satanás y con la descendencia de Satanás… ¡Y la descendencia suya con la descendencia de Satanás!
Luego, al pasar los años, llega el momento en que Nuestro Señor, su Hijo, va a morir en la cruz. Allí Nuestro Señor, formando parte de lo que es su Nuevo Testamento –el testamento espiritual momentos antes de morir– viendo a Juan y a la Virgen al pie de la cruz de pie, nos va a encomendar a la Santísima Virgen como Madre: Mujer, he ahí a tu hijo (Jn 19,26), en la persona de Juan estábamos representados todos. Y a nosotros en la persona de Juan nos va a decir: hijo, he ahí a tu Madre (Jn 19,27).
De tal manera que el oficio de la Virgen, luego de la partida de su Hijo de este mundo, y ahora en lo más alto de los cielos, es interceder por nosotros: los hijos que todavía estamos peregrinando por este mundo, los hijos que todavía tenemos dificultades, que tenemos grandes enemigos. Y esa oración poderosísima de la Madre es una oposición para que no puedan triunfar sobre nosotros, a pesar de nuestras pobres fuerzas, a pesar de nuestra poquedad, a pesar de nuestra debilidad.
No puede triunfar ni el Maligno, ni los que son del Maligno. Es una oración de la Madre y, por tanto, es una oración que el Hijo, por así decirlo, está obligado a escuchar. Y es por eso que la Virgen ha triunfado y sigue triunfando: es ella la Mujer revestida de sol con la luna bajo sus pies y en su cabeza una corona de doce estrellas[1].
Por este motivo, nosotros, por gracia de Dios, por inspiración de la Virgen, nos consagramos a Ella con un cuarto voto según la letra y el espíritu de San Luis María Grignion de Montfort. De tal manera que, propiamente, hacemos dos cosas. En primer lugar, entregarle a Ella, nuestra buena Madre del Cielo, todo lo que somos, todo cuanto tenemos: los bienes del cuerpo, los bienes del alma, los bienes naturales, los bienes sobrenaturales, nuestro pasado, nuestro presente, nuestro futuro, las gracias que podamos merecer, las indulgencias que podemos ganar; todo, absolutamente, lo ponemos en sus manos porque nos reconocemos sus esclavos. Pero en segundo lugar, por el voto de esclavitud mariana es nuestro deseo, es nuestra intención explícita marianizar toda nuestra vida, es decir, hacer todas las cosas por María, con María, en María, y para María, para entonces así poder hacer todo por Jesús, con Jesús, en Jesús y para Jesús. Entonces, entrando dentro de esa corriente de vida misteriosa que fue la que nos trajo nuestra Madre del Cielo, con Ella aprender a dar gloria a nuestro Padre celestial por gracia del Espíritu Santo, ya que la Virgen nos enseña todos los días –Ella que es Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo– a que vivamos nuestra vida cristiana de tal manera que siempre sea trinitaria como siempre debe ser cristocéntrica.
En este día, de manera particular, quiero agradecerle a Ella todas las gracias que en estos veinticinco años de sacerdocio me ha concedido. Y digo nuevamente, y explícitamente doy testimonio de que el bien que haya podido hacer en estos años es un bien que se lo debo totalmente a Ella y que reconozco, y se lo atribuyo a Ella, a mi Madre del Cielo, a la Santísima Virgen. A Ella también en este día, y aquí, delante de este ícono que durante siglos ha reunido al pueblo romano, a Ella, a quien le hemos consagrado los sacerdotes nuestros que vienen a estudiar a Roma, Salus Populi Romani, la Virgen de las Nieves, a Ella le consagro, una vez más, nuestros Institutos religiosos, el Instituto del Verbo Encarnado y el de las Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará, junto con la Tercera Orden Seglar; que Ella nos continúe protegiendo, que Ella nos continúe bendiciendo y nos alcance de su Hijo Jesucristo la gracia de una gran fecundidad de espíritu.
[1] Cf. Ap 12,1.