Fue en 1958. Era la primera subida. Era el primer pernocte en la montaña teniendo por techo las estrellas y la mochila por almohada. Era la primera vez que conocía un mallín. Nunca antes había dormido junto a un fuego crepitante. Nunca antes había dormido escuchando los gemidos del viento entre los ñires. El gárrulo del agua montañosa por vez primera arrulló mi sueño.
El amanecer se presentó exuberante ante mis ávidos juveniles ojos. Como un inmenso mapa se abría a mis pies toda la belleza de la creación. Era algo exaltante. Grandioso. Único. Me encontraba en el cerro López y por primera vez, en mis 17 años, experimentaba el gozo inefable de vencerme a mí mismo y -lo que creía entonces- vencer a la montaña.
Pero me faltaba experimentar algo mucho más grandioso aun. Luego del rápido aseo en las gélidas aguas, acomodaron 5 o 6 cargadas mochilas que pronto se convertirían en altar. Sí, allá, entre el cielo y la tierra, se iba a renovar el drama más grande de todos los tiempos: ¡El Sacrificio de la Cruz!.
Y llegó el momento más esperado… Jesucristo presente en la blanca hostia, ante la que parecían oscuras las nubes y las nieves. Grandiosidad de Dios que eleva a si al hombre pequeño y lo transforma en invencible. ¿Qué ideal, con El, seria inalcanzable? ¿Qué obstáculo sería insalvable?…
Nuevamente la mochila a las espaldas. Ahora me parecía más liviana, pues en ella había reposado el Señor. Así, cargado con el circunstancial altar aprendí que toda la vida debe ser una prolongación de la Misa, santificándome junto a Jesucristo, como en una inmensa, interminable, inacabable y escarpada picada hasta poder llegar al Cielo.
P. Carlos M. Buela
Colonia Suiza (Bariloche), Febrero 17 de 1989.