protagonistas

Tres protagonistas

La Iglesia se viste de gala ante una primera Misa: los cirios encendidos en gran número ponen un marco luminoso y crepitante a nuestra asamblea, los solemnes cantos sagrados sacados de lo mejor del rico patrimonio artístico de la Iglesia y acompañados por la música evocadora del órgano la solemnizan, las coloridas flores nos hablan de hermosura y de belleza, las nubes de perfumado incienso que se elevan al cielo ayudan a la oración de todos, el vuelo de nuevas casullas, la solidez hierática de los cálices que se asentarán sobre el altar y que nos hablan de la sangre del Señor…, por sobre todo, rostros jóvenes iluminados por ojos puros e ilusionados; manos que, mientras tengan movimiento, sostendrán el pan y el vino en el momento de la transubstanciación, que bendecirán a recién nacidos, a jóvenes esposos, a moribundos, que darán alimento a los pobres, que secarán las lágrimas de los afligidos, que bautizarán…, manos que al trazar la señal de la cruz sobre nuestras cabezas nos alcanzarán el perdón de los pecados; labios que predicarán la Palabra anunciando en muy distintas lenguas el Evangelio de Jesucristo: árabe, chino, ruso, ucraniano, quechua, portugués, inglés, italiano, español… Pies que se cubrirán con el polvo de miles de arduos caminos que recorrerán por ser fieles a quien dijo: Id por todo el mundo a predicar el Evangelio (Mc 16, 15) y así irán por Sudán, Perú, EE.UU., Rusia, Papúa-Nueva Guinea, Brasil, Tadjikistán, Jordania, Tierra Santa, Ucrania, China… a donde la obediencia los envíe.

Sin embargo, no son ellos, ni serán ellos los protagonistas. Nunca serán ellos el personaje principal, ni siquiera en la celebración del augusto sacramento del altar. En rigor, los grandes protagonistas son Tres, de quienes ellos por la ordenación sacerdotal fueron constituidos ministros y servidores, de manera especial en la Santa Misa.

Tres son los grandes Protagonistas de las primeras Misas y de todas las Misas, más aún, Tres serán los grandes Protagonistas que intervendrán y se manifestarán en toda su vida sacerdotal: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo.

Ellos desempeñan la parte principal y deben desempeñar la parte principal en el ejercicio de su sacerdocio.

1. El Hijo hecho carne: Jesucristo

Uno de los Protagonistas principales del sacerdocio católico es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. De hecho, el misterio del sacerdocio católico sólo se entiende a la luz del misterio del Verbo Encarnado, de Jesucristo.[1]

Y es Jesucristo el Sacerdote principal en la Santa Misa y en los demás sacramentos. Enseña el Concilio Vaticano II siguiendo a San Agustín: «cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza».[2]

¿Por qué es el Sacerdote principal? Porque es Él mismo el que se ofrece en cada Misa. Digo «principal», porque hay otros sacerdotes secundarios en la Misa: todos los fieles cristianos laicos que tienen por el bautismo el sacerdocio común y nosotros, los sacerdotes ministeriales quienes, además del sacerdocio común recibido por el bautismo, poseemos una configuración especial con Cristo Cabeza y Pastor recibido por el sacramento del Orden. La Misa no sólo es acto de Cristo cabeza, sino que también es acto del Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

También Cristo es la Víctima principal que se inmola. Digo «principal», porque hay otras víctimas que se ofrecen en la Misa: todos los que participan -también el ministro- ofrecen sus sacrificios espirituales. La Misa no sólo es acto de Cristo cabeza, sino que también es acto del Cuerpo de Cristo, la Iglesia.

Es el mismo Cristo que obra a través de sus ministros.

Es el mismo Cristo que se hace físicamente presente bajo las especies de pan y de vino.

Es el mismo Cristo que reitera lo que hizo en la Última Cena y que perpetúa sacramentalmente su Sacrificio del Calvario.

2. El Espíritu Santo

Nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Cristo se encuentre verdadera, real y sustancialmente presente bajo las apariencias de pan y vino? ¿Cómo es posible que «se haga una selección (no se transforman las especies) que indica penetración extraordinaria (se transforma sólo y totalmente la sustancia)».[3] ¿Cómo es posible que se perpetúe el Sacrificio cruento de la cruz de manera incruenta? ¿Cómo seres falibles y pecadores, débiles y capaces de error, pueden obrar, y de hecho obran, in Persona Christi?

Es posible la presencia real. Es posible la conversión total de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, permaneciendo las especies. Es posible que en el altar se renueve el sacrificio de la Última Cena y del Calvario. Es posible que nos identifiquemos con Cristo. Todo ello es posible por el poder de otro gran Protagonista de la Misa: ¡el Espíritu Santo!

En efecto, en «la acción sagrada por excelencia»[4] obra el Espíritu Santo. En las oraciones llamadas epíclesis (= invocación sobre)[5] se invoca al Espíritu Santo para que por su poder se convierta el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor, y también se invoca al Espíritu Santo para que quienes tomamos parte de la Eucaristía recibamos sus frutos, siendo un sólo cuerpo y un sólo espíritu,[6] y los fieles se conviertan ellos mismos en ofrenda viva para Dios.[7]

Más aún, el Espíritu Santo nos va preparando antes y después de la Misa, de modo tal, que cada Misa es única, singular. Por eso no hay lugar para la rutina, ni para el tedio, si el sacerdote es dócil al Espíritu Santo.

3. El Padre

El otro gran Protagonista es Dios Padre celestial. A Él se dirigen las oraciones del sacrificio, a Él se ofrecen la Víctima principal -su Hijo único hecho hombre con su cuerpo entregado y su sangre derramada- y las víctimas secundarias -nosotros- con nuestros sacrificios espirituales. Él es el que acepta o no el sacrificio. Recuerdo dos cuadros de mi Seminario: en uno, Abel sacrificando y el humo del sacrificio subía derecho al cielo, era aceptado por Dios; el otro, el sacrificio de Caín, el humo de su sacrificio no subía al cielo, porque no era aceptado por Dios ya que sus disposiciones interiores eran malas. La aceptación del sacrificio por parte de Dios, es un aspecto muy importante de la consumación del sacrificio. Consumar es llevar a término el sacrificio, es cuando el sacrificio alcanza su perfección.

Nos podemos preguntar, ¿acaso la Víctima no es perfecta?, ¿no es el único sacrificio agradable al Padre?, ¿acaso falta algo al sacrificio de Cristo?, ¿puede ser que el Hijo no sea agradable al Padre? No, de ninguna manera. El sacrificio de Jesucristo es agradabilísimo al Padre. Cuando hablamos de que Dios acepte el sacrificio nos referimos a nuestros sacrificios. Nosotros presentamos junto con la Divina Víctima nuestros dones, nuestros sacrificios espirituales, y eso es todo lo que podemos hacer. Lo demás depende de Dios: si quiere hacer descansar indulgente su mirada sobre nuestros dones y aceptarlos, es cosa de su libérrima voluntad. Por eso decimos en la Plegaria Eucarística: «Mira con ojos de bondad esta ofrenda y acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel… Te pedimos que esta ofrenda sea llevada a tu presencia, hasta el altar del cielo, por manos de tu ángel…».[8]

Enseñaba el sabio Papa Benedicto XIV, citando a San Roberto Belarmino, que en ese lugar no rezamos por la reconciliación de Cristo hacia el Padre, o sea, para que el Padre acepte el sacrificio de Cristo, sino por nuestra debilidad; «aun cuando la oblación consagrada siempre agrada a Dios (tanto) de parte de la cosa que se ofrece, como de parte de Cristo, el oferente principal; sin embargo, puede no agradar de parte del ministro o del pueblo asistente, que al mismo tiempo también ofrecen».[9] Por eso siempre tenemos que esforzarnos por agradar a Dios con nuestras disposiciones interiores, ya que de nada vale alabarlo con los labios si nuestra mente y nuestras disposiciones interiores están lejos de Él, tal como se lamenta nuestro Señor citando al profeta Isaías: Este pueblo me alaba con sus labios, pero su corazón está lejos de mí[10] (Mt 15, 8).

Por eso hemos de rezar por los sacerdotes para que siempre tengan clara conciencia de que los Tres principales Protagonistas de la Misa -y de toda la vida sacerdotal y cristiana- son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Sólo las Tres Divinas Personas nos pueden salvar para que no relativicemos nuestro ministerio sacerdotal. Sólo las Tres Divinas Personas son la «vacuna» eficaz para no desbarrar en la desacralización ni en el secularismo que están destruyendo no sólo la vida sacerdotal y religiosa, sino más aún la misma vida cristiana. Sólo las Tres Divinas Personas, con su misterio sobrenatural quoad substantiam, son capaces de hacer que siempre seamos sal de la tierra (Mt 5, 13) y luz del mundo (Mt 5, 14). Sólo las Tres Divinas Personas, con sus misiones, son capaces de enardecer nuestros corazones para que «no seamos esquivos a la aventura misionera».


[1] Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual «Gaudium et Spes», 22.

[2] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia «Sacrosanctum Concilium», 7.

[3] Dom Vonier, Doctrina y clave de la Eucaristía (Buenos Aires 1946) 193.

[4] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia «Sacrosanctum Concilium», 7.

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1105.

[6] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1353.

[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1105.

[8] Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

[9] Cit. por J. Jungmann, El Sacrificio de la Misa (Madrid 1951) 902, n 5.

[10] Cfr. Is. 29, 13.